jueves, 19 de febrero de 2009

LOS BESOS DEL ADIÓS


Aunque deshabitado desde tiempos inmemoriales, la construcción del Castillo permanecía intacta; pero las casas de la ciudadela, de la misma época, habían desaparecido. Estaba en medio de un páramo, sobre un montículo empinado, rocoso, donde no crecía ni un yerbajo; sin embargo, de forma incomprensible, fuera de temporada, florecían arbustos enhiestos por encima de los parapetos, inundando al pueblo de fragancias salvajes. A todo esto añadían que las mazmorras se comunicaban con el mar, a poco más de una legua. También contaban que después de la muerte del último Noble, todos los que intentaron entrar en el Alcázar desparecieron sin dejar rastro.

Benito, un lugareño de pelo pajizo y orejas pequeñas, apodado “El Cartero” porque escribía y leía las cartas a los analfabetos, negaba cualquier mito y se burlaba de las creencias de sus vecinos.

—Esas son habladurías imposibles, cuentos para asustar a los muchachos. En otros pueblos está el hombre del saco, aquí, como hay Castillo, todos hablan de fantasmas —decía El Cartero, levantando la cabeza, despectivo, dejando ver el corazón tatuado en el cuello, entre una B, de Benito, y una M, de Marta, o María, o Manuela.

Sus paisanos, molestos por las porfías y valentonadas de Benito, le retaban a que demostrara la ausencia de encantamientos y señales de otros mundos. Una noche, después de discutir sobre todo aquello, decidió entrar en el fuerte en presencia de todos. Lo prometió.

—Será mañana mismo. Vais a ver cómo ahí dentro sólo hay ruinas y abandono, pringados. Eso es lo que sois, unos pringados muertos de miedo.

Al día siguiente, en medio de una multitud expectante, temerosa, cogió una maroma, la tiró con fuerza y la fijó en un merlón. Allí estaba todo el pueblo y algunos habitantes de los anejos, que se habían enterado de los propósitos de El Cartero. Era una tarde de estío, asfixiante. Sólo se oía el cantar de las chicharras, sorprendido por la voz de Benito, un solo que retumbó entre las piedras del baluarte y los curiosos que abarrotaban el enclave.

—¡Allá voy! —gritó haciendo altavoz con las manos.

El Cartero escaló el lienzo de la muralla sin demasiados esfuerzos, descansando con tranquilidad en las saeteras. Cuando llegó a la cima saludó con entusiasmo, haciendo gestos triunfales. Poco después todos vieron cómo se dirigía a una rampa interior a través de un adarve. Los de fuera gritaron agitando las ropas que se habían quitado por el calor, dando así ánimos a Benito, que ya sólo le quedaba abrir la puerta para que todos entraran en el Castillo y vieran que allí no había duendes ni monstruos ni vampiros...

En medio de tanta euforia, no faltaron corrillos que lamentaban la osadía de El Cartero. Muchos, sin desearlo, temían lo peor.

Pasó un rato grande, suavizó la canícula, cayó la tarde y las puertas seguían tan cerradas como siempre. Benito no daba señales de vida. Se hizo de noche, y el hechizo tejido en torno al Castillo seguía vigente. Cobró fuerza, sobre todo cuando, antes de ponerse el sol, se produjeron en los patios de la fortaleza unos remolinos que levantaron mucho polvo, hojarascas y algunos cardos secos. Se vio desde fuera, donde no se movía el aire ni para un remedio, pero sí que llegó un olor fuerte a hierbabuena y albahaca. Aquello causó mucha extrañeza.

—Es el espíritu de El Cartero. Así lo contó una vez mi bisabuela —dijo el mancebo de la botica.

—¡Que va a ser, hombre, qué va a ser! Ese sabe lo que hace. Cuando menos lo esperemos, aparecerá riendo, como siempre —contradijo el herrero.

—No. Yo estoy segura de que esos torbellinos, tan retorcidos, son los besos del adiós —dijo una tal María, que no dejaba de llorar.

Los convecinos de Benito, muy preocupados, esperaron hasta después de la media noche. Cuando amaneció sólo quedaban frente al Castillo sus familiares y dos amigos, uno de ellos el que le tatuó el corazón con la B y la M. Fueron relevados por un grupo de madrugadores que acudieron impacientes, ávidos de noticias. Así establecieron turnos durante aquel día y varios días después, hasta que todos conocieron la suerte de Benito El Cartero.

Una semana más tarde apareció un cuerpo flotando en los acantilados de la costa próxima. Estaba envuelto en la bandera del Ducado, con la impresión de la Torre del Homenaje, y sobre ella los cuatro pináculos, tal cual eran. Según dijeron, igual que cuando, en tiempos remotos, apareció el último Duque, que se ahogó en un aljibe.

A pesar de las coincidencias que podían despistar, no hubo dudas para identificar al cadáver. Su apariencia física y el tatuaje confirmaron con exactitud de quién se trataba.

Los familiares y amigos dieron sepultura a Benito como él quería. Lo dijo muchas veces.

—Igual no me muero nunca, pero, si es que sí, me enterráis en lo viejo del cementerio, en uno de esos nichos labrados en el suelo, sobre el lanchar, donde metían a los romanos. ¡Ahí! Ni tierra, ni flores, ni nada.

Allí le llevaron.

Ahora, después de no se sabe cuántos siglos, cuando las chicharras empiezan a cantar y los baldíos y las tierras yermas se agostan, en la tumba de Benito El Cartero, sólo allí, se respira aire fresco, con un olor intenso a hierbabuena y albahaca.