9 de Marzo de 2002 – Sábado
Nunca
podía imaginar que por tenerme en abundancia, o por escasear en los momentos de
apuros, fuera a crear tantos problemas a pudientes y desheredados. Todos me
adoran. Los primeros, cuando me acarician en cifras altas, se creen los reyes
del mundo, y con mi peso quieren aplastar la dignidad de los más pobres. Estos,
que no me tienen, se pasan la vida pensando en cómo se harían ricos; solo para
ponerse a la altura de sus superiores, estar en situación de iguales y
tutearlos. Menos mal que eso no pasa todos los días. Pues el pobre que se hace
rico, en la mayoría de los casos, acaba desgraciando su identidad, pierde la
ilusión de ser y se convierte en esclavo de sus avaricias.
Todavía no sé qué pasa por las proximidades de mis confines.
Ahora me fijo y cuento algo.
Ya dije ayer que los quehaceres en estas cuatro paredes son
muy aburridos. Hoy está todo muy revuelto, pero eso no divierte. Los gestores
de clientes deben haber llamado a los titulares de algún fondo para que lo cancelen
e inviertan en otro depósito; no será el que más rente al ahorrador, sino el
que más convenga al amo. Eso no se dice. Habrá que venderlo como sea. Pero como
sea será difícil. Pues ya he visto y oído cómo algún cliente —más de uno— ha
protestado levantando la voz porque sus millones (eran pesetas) no han ganado
lo que le dijeron. El que acaba de salir se quejaba de que pierde en todo: en
aquellas acciones que le vendieron, a traición, como buenas; en el plan de
pensiones, que le aseguraron sería la panacea de su vejez; en una banasta de
fondos, que era lo mejor que había, y hasta llevaba un seguro dentro. Todos
igual, pero todos tragan y vuelven a fiarse de la seriedad de quienes les
atienden, que es lo más valioso de este negocio monetario, tan sucio siempre.
Un empleado del departamento de riesgos ha salido al
registro. Ha comprobado la propiedad del solicitante de un préstamo. Todo está
en regla, aunque pendiente de inscribir la cancelación, reciente, de una
hipoteca. Viene contando que el fulanito, el empleado que le ha atendido, al
que todos conocen, está irreconocible. Es un chaval joven que ha perdido más de
veinte kilos, no porque tuviese problemas de salud sino por estética. Se veía
feo de gordo. Hay que ver el hambre que pasa la gente para gustar a los demás.
Esto lo digo yo.
Los jefes también andan locos y amargan la vida a los
currantes. Quieren que además de captar dinero hagan seguros de hogar. Pocos
saben cómo se come eso. ¡Ya ves! Los agentes de seguros, los de verdad, emplean
una buena parte de su tiempo en formarse. Ya me dirán qué explicaciones puede
dar un bancario, sin ninguna formación específica, a un futuro asegurado. Qué
falta de responsabilidad, la de los altos cargos. Con tal de trincar.
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