miércoles, 29 de febrero de 2012

DIARIO DE UNA RUBIA

"El loco yerra pero no miente, tiene la perniciosa manía de decir la verdad, como el borracho"
(Leopoldo Panero Blanc)

5 de Marzo de 2002 - Martes

Sigue lloviendo. Son ya casi las nueve. Apenas ha entrado público a estas horas de la mañana. El mal tiempo retiene al personal en sus casas. Eso no será bueno para el banco, pero viene bien a los empleados. Así pueden relajarse un poco y poner al día algún asunto atrasado. En estas oficinas el personal trabaja muchísimo. La clientela no se da cuenta de ello, pero es verdad. Todos han de acometer trabajos de administración, y todos tienen que atender al público. Tienen instrucciones de que ningún cliente espere, de que tan pronto como entre alguien por la puerta sea recibido, aunque sea con la mirada, por el primero que le vea. Es como pretender a dos yernos con una hija sola. Eso no puede ser. El gran capital nunca se harta, cada vez quiere más a cambio de menos. (…)
         
          La mañana sigue tranquila. Uno de los dos cajeros ha salido a desayunar con un compañero de otro departamento, que ha comprado dos libros, uno de ellos es un poemario de Leopoldo Panero Blanc, el poeta loco, menos loco que muchos lúcidos con archiconocido tino y bagaje. Panero, hace años, fue huésped de excepción en el psiquiátrico de Santa Isabel. Tenía cuenta en esta sucursal, donde recibía, en libras esterlinas, los honorarios que cobraba de una editorial inglesa. No se le ha vuelto a ver. Ahora está internado en una clínica de salud mental (antes eran manicomios) en Canarias, o no sé dónde; en una de esas islas de Dios.

          Aquí todos recuerdan a Leopoldo. Caminaba por las calles como un ser perdido. Paseaba su demencia con la voluntad del que vive en otros mundos. Se reía con facilidad; muchas veces, a destiempo. Sin embargo, en los rincones oscuros de su normalidad sí conservaba la existencia de su banco, al que no dejaba de visitar —varias veces al día— hasta que dejaba tieso el saldo de su cuenta. Casi siempre iba bien acompañado, expresando ese cariño espontáneo que sale sin querer, de forma inconsciente: lo mismo acariciaba el cuello de una botella de güisqui, a la que ofrecía sus labios para aligerarla con tragos largos, deleitosos; o abrazaba la cintura de cualquier meretriz forastera, que fijaba la mirada perdida del poeta en la peligrosidad de unas curvas seductoras. Leopoldo estaba loco, pero sabía lo que quería, conocía bien sus apetencias y no renunciaba a las satisfacciones que le brindaba el mundo de los cuerdos. Después de los años, se le ve con cierta frecuencia en revistas y periódicos, donde críticos especializados analizan su obra como una referencia preferente en la literatura contemporánea. Lo que son las cosas. Esto no hay quién lo entienda. ¿Estaremos todos locos?

          Se me ha ido el santo al cielo, y se acabó el día. Mañana más.

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