viernes, 30 de mayo de 2008

LA OBRA DEL MUNDO

Luisete, después de un viaje tan largo, llegó roto a casa. Conectó el televisor, se tiró sin ningún cuidado sobre el sofá y se arropó con un lienzo malva, sembrado de flores amarillas y blancas. Cayó rendido, como cuando era niño y su madre le bañaba después de una llantina, enrabietado porque no quería salir de paseo o no le dejaban jugar todo el día con la videoconsola.
***

Desde pequeño creyó que el mundo era sólo lo que él veía: su casa, el ascensor, la vecina pija de todos los días, el colegio, las chuches, el olor a guiso que subía por el patio, la PlayStation, internet, el móvil, la maldita bola rodando en el piso de arriba, la música a todo volumen escapándose por alguna ventana y las regañinas de sus padres. Nada más. Siempre lo mismo. Bueno, en el verano el mundo se le hacía un poco más grande; llegaba hasta el pueblo de sus abuelos: el caserón en ruinas de los tíos, las eras, las huertas, los animales y el tío Kiko, un señor mayor con boina descolorida, pantalón y chaqueta de pana, faja y garrota, que contaba historietas a los niños de los veraneantes. “Los zoquetes del pueblo —decía él— no me hacen ni puñetero caso”.
El viejo, que era como la página borrosa de un libro con capítulos repetidos, relataba que su abuelo estuvo en la Guerra de Cuba, hablaba de cuando no había agua en las casas, del pan que se hacía en los hornos del pueblo, de la caza de los gamusinos, de la capadura de los tomates y de la cría de los grillos, pero no sabía lo que era el messenger ni el google. Para Luisete lo del tío Kiko era un mundo vacío, fantástico, habitado sólo por las ruinas de un planeta demente, donde no cabía el progreso. Con o sin aquellos chascarrillos, carentes de sentido para él, su universo era muy pequeño, pero suficiente. El chico no necesitaba mucho más. Los inventos de la época le abstraían, se relacionaba poco y no salía casi nunca a la calle.
Como nació ya en la abundancia de un ambiente palabrero, pero sin mucho discurso sobre las creencias religiosas, había oído alguna vez, vagamente, que el mundo fue hecho en seis días. Este plazo de ejecución le desconcertaba, sobre todo porque los trabajos de remodelación de su calle habían empezado hacía dos años y nadie sabía cuando iban a terminar.
“¿Cómo pudieron hacer el mundo, incluido todo lo que cuenta el tío Kiko, en tan sólo una semana?”, se preguntaba Luisete, algo atolondrado como siempre. “Aquello debió ser muy latoso. Los pobre obreros, por terminar la faena, no descansaron hasta el séptimo día. Menos mal que era domingo. ¡Pobres! Bueno, por lo menos, les pagarían bien”, concluía el muchacho sus reflexiones.
No salía de su asombro, tampoco nadie hacía nada para disipar sus dudas. Lo peor fue cuando, ya en edad de volar, las vísperas de un cumpleaños, sus padres le animaron a salir, a irse solo a cualquier parte, para que viera que, además de las obras de su calle, había otras zanjas y otras vidas con costumbres diferentes, y otros espacios con atractivos muy distintos a los que él conocía, incomparables con su barrio y con en el pueblo. Después de pensarlo bien, aceptó. Se compró un billete de Auto-Res y se fue.
Efectivamente, pronto descubrió que su pequeño mundo, tan grande como le soñaba, se extendía mucho más, en todas las dimensiones, como nunca podría imaginar. Así, viendo tanto, entendía menos cómo alguien fue capaz de hacer los planos, preparar el material, contratar las cuadrillas, comprar máquinas y herramientas, y conseguir todas las licencias y los informes de los impactos medioambientales, para hacer un mundo tan grande en tan poco tiempo. ¡Seis días!
Contemplando la Catedral de Burgos, las Murallas de Ávila, el Delta del Ebro, La Torre Eiffel, la Pedriza de Madrid y los mimos de la Plaza de Oriente, a Luisete le sobrevino una crisis de confusión. No entendía nada. Sin embargo, no dejaba de cavilar:
“Como no había nada, lo primero que haría el constructor serían los trabajadores. Claro, seguro que los hizo como a él le convino: muchos, con buenas fuerzas, hartos de comer, sin ningún vicio, con todos los oficios aprendidos y con mentalidad de esquiroles. Fue listo aquel hombre que inventó todo. Sobra pensar que no hizo ninguna ley a favor de los derechos del trabajador, ni diría nada del convenio, ni de las gratificaciones por las horas extras o las pagas de beneficios. Nada. Todo eso lo dejaría para que lo hicieran después los de la Ugeté”.
Y seguía con sus desatinos:
“Hay que ver lo mal hecho que está este mundo de mierda”, se repetía. “No me extraña. Las cosas tan grandes no se pueden hacer en tan poco tiempo. En sólo una semana. ¡Qué locura! Así están los castillos, las grandes fortalezas, las empresas, el Tercer Mundo, los políticos, las leyes... Todo, todo, esperando que lo hagan nuevo otra vez; el tío Kiko, con esa cara de melón macado, también. A ver si el próximo acierta y acaba con tanta chapuza”.
***
Luisete, cansado de pensar en la reparación de ese mundo que le tenía tan atropellado, estuvo muchos días aturdido y sin fuerzas para nada. Decidió recluirse en casa y no salir hasta que algún telediario anunciara las obras de reconstrucción.
Todavía no se ha repuesto. Sigue durmiendo en el sofá, envuelto en el lienzo malva con flores amarillas y blancas.
La televisión habla para nadie.

© Alejandro Pérez García
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LEÑA Y PAPEL

Sé que no me lo preguntas por no molestar. Agradezco tu discreción. Eres un amigo de lujo. Me encanta tenerte a mi lado; no sólo para irnos de fiesta, de copas o de cena con las mujeres, también para compartir los malos tragos, como éste que ahora amarga mis silencios. Hay agobios que no pueden confiarse a cualquiera, ni siquiera a la enamorada que nos mira satisfecha en el retrato de la boda. Cómo voy a contar mi problema a Eva. No; éste, no. Podría sentirse celosa, se reiría de mí o me creería un imbécil por preocuparme de algo que no tiene importancia. Para mí sí que la tiene. Sé que tú compartes conmigo esta desolación y entiendes que llore su pérdida. ¡Pobre Granadina! Tan sensible, tan festiva, tan unidos... y que haya acabado así, en un accidente tan tonto, tan doméstico.

Mientras tomas otro jerez y repasas este álbum de fotos, yo te cuento (...) ¡Ah, que no! Que ese ya le tienes muy visto. Bueno, pues toma este otro, es de cuando estábamos en la tuna de la facultad. ¿Recuerdas? ¡Qué tiempos! Las rondas que dedicábamos a las internas de los colegios mayores, los pasacalles por la Ciudad Universitaria, la jarana que organizábamos en los guateques... ¿Cómo no voy a sufrir con estos recuerdos? Siempre iba con ella.

Jamás olvidaré el día que la vi por primera vez. Acababa de salir de su aposento, único, sólo para aquella ocasión. Según yo la iba quitando la vestimenta, única también, ella me regalaba el perfume de sus baños desnudos, de miel y chocolate. ¡Qué presentación! Sus curvas robustas, su tacto suave y su olor profundo me cautivaron para siempre. Ella no sabía nada de mi ignorancia. Yo tampoco sabía mucho de sus gracias, pero me enamoré como lo que era, un muchacho de secundaria con ganas de tocar. Bastó imaginarme un futuro a su lado, siempre entre mis brazos. Aquella ilusión fue creciendo hasta hacerse realidad. Ella iba entrando en mi vida lentamente. Poco a poco fui adiestrando mi torpeza para sacar los mejores placeres de sus adentros. Pero no te creas, no fue nada fácil; muchas veces sufrí el dolor del desaliento, y hasta tuve la tentación de abandonarla para siempre en el rincón de los olvidos.

Sí, ya sé que habría sido una estupidez, pero qué querías... Era la primera. Nuestra relación exigía sacrificios y mucha constancia. Todo cambió cuando aprendí a descubrir sus encantos. Entonces, para no molestar, nos reuníamos cada tarde en un cuarto que teníamos en el desván. Su dulzura era cada vez más atractiva. Yo contaba los latidos en su cuello con mi mano izquierda, acariciadora; mientras con la derecha, sobre su cintura, la hacía vibrar. Mis arrumacos recibían respuesta de inmediato. Ella me obsequiaba con sus besos, coplas con ritmo de amor. Con frecuencia, sus gorjeos nos transportaban a un mundo mágico, donde practicábamos nuestra conversación callada. Los dos, ella sobre mi regazo y yo sentado en la silla de enea, componíamos una figura armoniosa. Así abundábamos en la faena hasta conseguir el placer de la perfección, que llegaba después de exhaustivos ejercicios de orden y medida, de alegría y sentimiento, también de dolor.

Estuvimos así más de treinta años. ¿Te imaginas? Más que con la madre de mis hijos. La Granadina era otra cosa, tú lo sabes bien. Yo con ella y tú con la tuya compartimos muchas noches de luna y brasero: preparando exámenes, celebrando algunos aprobados o borrando los duelos de muchos suspensos. Lo mío con ella fue un desenfreno, lo reconozco. ¿Te acuerdas de aquel año que nos dio por ir a los cumpleaños de todos los amigos y conocidos? Fue el curso de más calabazas, es verdad, pero con mi gitana del Sacromonte fui todo lo feliz que se podía ser en aquellos tiempos. Luego recapacité. Empecé a pensar en el futuro, pero nunca dejé de quererla y disfrutarla. Esto no cambió nada cuando Eva entró en mi vida y yo terminé la carrera, o cuando nos casamos y nacieron los niños. Siempre, en mis penas y en mis alegrías, en mis éxitos y en mis fracasos, estuvo conmigo la Granadina; así la llamaba yo cariñosamente. Eva y los chicos lo sabían y, aunque a veces no ponían buena cara, consentían y aguantaban. La Granadina era mi otro amor, sin condiciones, sin adulterio.

Todo perfecto. Aunque últimamente ya no me dedicaba a ella como cuando era joven, para mí seguía siendo muy especial. Por eso ayer, cuando la vi tirada en el suelo, inservible...

Déjame llorar, anda; luego te burlas de mí, si quieres, pero permíteme...

Cuando la vi en el suelo -te decía- quise morir. Estaba rota, aplastada bajo el aparador, víctima de una mudanza desafortunada, innecesaria. Mi Granadina se había convertido en algo así como la leña de un árbol sin sitio, pero una leña de lujo, mezcla de palosanto, cedro y ébano. Todavía pude ver su cuello enjoyado, su peineta de bailaora, su boca y su garganta de tenor. Su cuerpo y sus seis registros polifónicos, bordones descompuestos, aún querían ofrecerme el adiós de las últimas notas... Allí estaba lo que ya no era, entre las partituras de "Las Cintas de mi Capa", "El Vals de Las Olas", "Soñando" y "Clavelitos", que se movían sin son empujadas por una brisa lastimera. Aún tuve fuerzas para recoger aquellos vestigios de su alma rondadora, de mi alma alegre de toda la vida. Entre tanto estropicio se salvaron sus señas de identidad, una etiqueta despegada de algún lugar de sus entrañas, que yo quise colocar sobre los restos irreconocibles, para que quedara constancia de quién fue: "GUITARRAS SACROMONTE -ARTESANÍA DE CALIDAD HECHA EN GRANADA. FRENTE AL GENERALIFE".

(C) Alejandro Pérez García
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AMARILLO, MANTECOSO, SUAVE...

Pepote nació en un pueblo pequeño. Allí vivió contento y feliz con sus padres hasta que terminó el Graduado Escolar. Por entonces, un tío suyo, hermano de su padre, le colocó de vendedor de periódicos en la capital. Estudió el bachiller y consiguió un puesto importante en la administración. Aunque el paso de los años limpia muchas imágenes de la memoria, él conserva todavía buenos recuerdos de su infancia.

Ahora que va camino de los sesenta, recuerda más que nunca los baños en las charcas de la garganta, la fragancia de la albahaca, la melosidad de las brevas, los tomates pintones y las judías frescas de las huertas, el viento empujando las copas de los árboles, las zarzamoras, el escozor de las ortigas... Pero lo que tiene más presente en su recuerdo es la leche en polvo –por asquerosa— y el queso amarillo —por exquisito— que daban a los muchachos en la escuela de su pueblo. Pasando el tiempo supo que aquellos alimentos obedecían a un problema de escasez, donde el estado metía la cuchara con ánimos de remediar.

Desde hace algún tiempo, Pepote viene notando que su cabeza no le funciona con la lucidez de siempre. Aunque hace vida normal, come poco y anda desvelado. Cuenta con frecuencia que la leche en polvo nunca le gustó. No podía con ella, llena de grumos, con sabor a harina. Cuando veía las perolas se acordaba de Lucerita, una vaca lechera de cuya ubre no podía salir tanto. Luego, involuntariamente, le venía a la cabeza la maestra de las chicas, muy mayor, fondona, con un busto grande, caído, flácido. ¡Que no! ¡Aquella leche, ni catarla! ¡De ninguna manera! Sin embargo, el queso le encantaba. Siempre lo tuvo en su mente, como si acabara de comerlo: amarillo, mantecoso, de sabor suave pero intenso, compacto pero blando... ¡Riquísimo! Por más que lo intentó, desde que salió de la escuela, no volvió a probarlo.

Buscó en mil sitios, pero sin ningún éxito. En cualquier población donde sospechara que podía haber, siempre preguntaba. Si veía una tiendecita de barrio, una mantequería, o un hipermercado, allí entraba: “Oiga, ¿no tendrán por casualidad ese queso que había antes, amarillo, mantecoso?” La respuesta siempre era la misma: “No, lo siento. Tenemos toda la clase de quesos, pero de esos, no. Es muy difícil conseguirlos en España –añadían—, aquí no se fabrican y ya no los importan”. Lo más que le decían algunos entendidos era que ese lácteo, con características así, elaborado con leche de oveja coloreada con sustancias muy especiales, estaba catalogado como americano.

Pepote, con tanto preguntar, acabó haciéndose un experto en quesos. Su nieto decía que aquella obsesión le estaba trastornando. Encontrarlos fue una batalla perdida, es cierto, pero no se rindió ante el recuerdo de aquel exquisito producto. Era como una pieza inseparable de su panorama infantil, ya desaparecido, pero que él acariciaba todos los días. Harto de explicaciones y de navegar por las pantallas publicitarias de multitud de proveedores, decidió darse satisfacción con sus propios medios. Si aquel requesón ambarino era de oveja, buscaría ovinos, donde fuese, para conseguir su objetivo: hacer quesos amarillos, mantecosos, suaves al paladar, intensos...

Aprovechando una baja por enfermedad, se fue a las dehesas de la montaña. Recorrió prados y collados para tratar con mayorales y pastores. Después de cotejar costos y condiciones, pero sin confiar a nadie sus propósitos, compró una manada de corderos. Aplaudiéndose, alquiló para sus huéspedes una nave en un polígono industrial de la ciudad.

Allí está ahora, alimentando a sus animales. Mantiene la esperanza de conseguir leche suficiente para elaborar su queso amarillo de forma artesanal. Para ello, todos los días da a sus corderos zanahorias y boniatos, para almorzar, y botones de margaritas y maíz en grano, para cenar; está intentando que aprendan a comer paella con mucho colorante, y además les ha teñido la lana con un mejunje exótico: agua oxigenada con extractos de ramas de azafrán.
(c) Alejandro Pérez García
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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Insisto y añado: buenos, buenos, buenos...Me encantan tus cuentos. Las historias en sí. Y como están escritas. Hay expresiones de un nivel literario altisimo. Realmente, desde que nos conocemos, tu escritura ha subido a un primerisimo nivel. Ya sabes que digo lo que pienso. Nunca miento a los verdaderos amigos en estas cosas. Siempre has sido un buen escritor, pero ahora estás empezando a ser un gran escritor. El primer relato me ha fascinado. Bueno, todos. Enhorabuena, Alejandro. Vamos a ver como llegas lejos, aunque lejos ya has llegado. Porque los que te conocemos sabemos quien eres. Me encanta compartir página contigo. Y amistad.

Emilio Porta

Anónimo dijo...

Ya tú sabes que el oficio de escritor es escribir, escribir y escribir. Que la inspiración te tiene que pillar trabajando, como dijo Picasso. Y tú practicas eso: escribir sin esperar a la inspiración, pero como ésta te llega cuando estás trabajando, te da las historias que siempre nos muestras. Unas buenas historias. Y un buen envoltorio.
Ha sido un placer conocer tus historias este último curso.
Un saludo, Conchi, la `profe´ de El Soto.