miércoles, 10 de diciembre de 2008

LA ENVIDIA DEL VALLE


A MI AMIGO Y MAESTRO, DON RAMIRO PATO

La pareja de patos se sintió feliz cuando supo que iba a cambiar de casa. Nunca tuvieron residencia con una piscina así de chula ni una chimenea tan acogedora, donde pasarían las veladas del invierno jugando al parchís (de oca a oca...). Era un caserón grande, con jardín y todo, pero muy viejo. La campana de la chimenea, que era de madera, estaba podrida y amenazaba con hundirse en cualquier momento. Ellos la arreglarían, tenían tiempo.
El pato y la pata no estaban casados, pero para festejar aquella herencia, unieron sus picos y se zambulleron en la piscina. Interpretaron bajo el agua el segundo acto de “El Lago de los cisnes”. Repitieron varias veces hasta que se cansaron. Luego, después de secarse en la chimenea, se quisieron un poco más. Sus buches azulones, prominentes, quedaron bien reconfortados con una cena suculenta: revuelto de salvados con berros y sorgo, y, después, yeros y maíz pochada. Nada de naranjas ni foie-gras ni tomillos salseros. Tomaron vino de cepa alta y brindaron con orujo de frambuesas. Estaban enamorados, eufóricos.
A la primavera siguiente, el pato y la pata ya era una pareja sin desecho. Se paseaban por toda la propiedad con balanceos majestuosos, como péndulos de relojes caros, seguidos de una pandilla numerosa de patitos bullangueros.
Aquella manada era la envidia de todas las casas del valle. La piscina y la chimenea estaban muy orgullosas. Eran capaces hasta de hablar con tal de que sus patos vivieran felices. La chimenea, con su fuego, calentaba el agua en invierno; y la piscina, presta a mitigar cualquier sopor, se solazaba para que los patitos nadaran alegres y vieran en el espejo de sus aguas el paisaje que dibujaban las nubes errantes.
Los patos, los chicos y los grandes, gozaban tanto con los baños y los juegos alrededor del hogaril, que se olvidaron de los arreglos de la desvencijada casona. Tampoco volvieron a pensar en los mataderos de aves ni en las fábricas de confit, que los padres tanto temían.
La familia se reunía con frecuencia alrededor de la lumbre, con leña de pino y fragancia de romero. Una tarde, cuando el pato padre leía a sus pollos el “Patito feo” y otros cuentos, sonó un chasquido sobre sus cabezas. Todos miraron hacia arriba y vieron que las tablas de la campana empezaban a arder. Salieron corriendo, despavoridos. La pata madre recapacitó en su huída y volvió para coger los huevos que estaba incubando, y el padre hizo lo mismo para sacar los comederos con la cena. A pesar de las precauciones, no imaginaban lo que podía pasar.
Los padres, empatados de temor, se ahuecaron las plumas y respiraron satisfechos al ver que toda la familia estaba en el jardín. Algunos pequeños tenían el plumaje encenizado, pero estaban todos. Muertos de miedo, abrazados unos a otros, presenciaron el doloroso espectáculo protagonizado por las llamas, cada vez más altas y furiosas, que salían por el tejado y las ventanas del edificio.
La piscina no soportaba ver a los patos, rotos de dolor, iluminados por aquel resplandor espantoso, inmisericorde. Así, empezó a mecerse y a remover el agua, como quien agita un recipiente para arrojarlo lejos, con fuerza. Los patos se percataron pronto de las intenciones de la piscina. Ellos no podían hacer nada, pero movían sus alas impacientes, como intentando sumar energías para que la piscina lograra sus propósitos.
La casa seguía ardiendo. El agua se centrifugaba cada vez con más ímpetu. El trozo de tejado donde descansaba la chimenea estaba cediendo, a punto de caer. Los patos chicos se acurrucaban al abrigo de los grandes. El agua del estanque rugía enfebrecido, volteado por los movimientos eficaces de los muros y el suelo de gres. Con brusquedad emergente y rugidos volcánicos, la piscina lanzó su contenido sobre el fuego de la casa. Los patos vieron con asombro, y con agrado a la vez, cómo se extinguía el incendio.
La piscina quedó deshecha, destrozada. La casa no resistió la furia del chaparrón y, después de un estruendo ensordecedor, quedó convertida en un montón de escombros humeantes.
Los patos, desamparados, sin casa ni piscina ni chimenea, deambularon por la intemperie del jardín, ajenos a los peligros de la calle. Pocos días después del siniestro, una mañana lluviosa, cuando buscaban lombrices y otros insectos bajo las ruinas, fueron sorprendidos por unos hombres vestidos de azul, que bajaron de un furgón blanco, rotulado con el nombre y la dirección de una cooperativa de patés, foie-gras, escabeches y otras conservas.
FIN
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Hasta ahí el cuento "LA ENVIDIA DEL VALLE", concebido y escrito por el autor a partir de un binomio fantástico: Chimenea y Piscina, propuesto en la tertulia de ESCRITORES EN RED - ASOCIACIÓN MARQUÉS DE BRADOMIN.
El lector, al conocer el desenlace, habrá pensado que los patos acabarían enlatados en el expositor de cualquier supermercado, después de pasar por la fábrica de patés. Así habría sido si no hubiese aparecido milagrosamente otro pato, Don Ramiro, Don Ramiro Pato de la Cruz. Llegó cargado con sus gramáticas, la de Lázaro Carreter, Criado del Val, Podadera... Habló con los del mono azul, los sermoneó como él sabe, con su magisterio de siempre, persuasivo y aleccionador. ¡Les convenció! No sólo abandonaron sus propósitos; además, con la ayuda de Estíbaliz, sacaron a los patos de aquella indigencia, con destino a otro hogar seguro y confortable.
Ahora todos los patos, los chicos y los grandes, están en una granja de lujo, de "Cinco Picos", como de cinco estrellas. Allí comen piensos y bichos naturales, se bañan en estanques climatizados y gozan de todas las atenciones que merecen los patos listos. Todo gracias a Don Ramiro Pato, que también echó su sermón a los palmípedos: "Hay que vivir bien, pero no dedicarse tanto al cachondeo ni a la gandulería, porque luego pasa esto: se abandonan las cosas importantes, como la casa, y hasta puede prenderse la chimenea con una chispa de nada y luego mirad la que se arma". Los otros patos agradecieron el consejo: Cuá, cuá, cuá, cuá, cuá, cuá...

martes, 2 de diciembre de 2008

ENTREVISTA CON DON SANTIAGO SOLANO

POR FAUSTINO DEL MONTE.
Aprovechando la presentación en papel de su último libro, el escritor Santiago Solano Grande nos ha regalado una entrevista llena de matices y descubrimientos literarios. En esta conversación versa con magisterio exquisito sobre la construcción de su obra y los “arquitectos” que intervienen en ella, y nos desvela su apuesta literaria: llevar la literatura hasta el lector a través de la red. Él considera que ”La escritura en un espacio electrónico es un nuevo género (...)”. Esa proeza nos permite, o mejor nos obliga, a definirle como un vanguardista de la Literatura del siglo XXI.

Don Santiago Solano, escritor respetuoso que siempre piensa en sus lectores, habla del estado emocional del autor y de cómo sus sentimientos pueden influir en el aspecto final de cualquier historia, en manos de sus destinatarios. Sólo le interesa escribir, dice. Es un esclavo fiel de su gran pasión y asegura que “Todo es susceptible de ser literatura”.
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¿En qué se distingue TRATADO DE LA BELLEZA MORIBUNDA del resto de su obra?

Todos los libros, al menos en mi caso, son siempre el producto de una línea de experimentación en lo formal, ya que el contenido no deja de ser un trasunto de lo que otros antes que yo han pensado y escrito, seguro que con más clarividencia. El libro que nos ocupa se parece al anterior, me refiero a FLOR DE ACEBOS Y OTROS CUENTOS, en que hay en todo él un esfuerzo por ajustar el texto a un bien sonar y a una buena estructura sintagmática, tanto en el aspecto de lo poético como de lo prosaico. Se distingue del anterior y más de los anteriores en que ese punto de arranque está mejor conseguido. En mi modesta opinión todos los textos, que han sido pensados para ser leídos en voz alta, cumplen con esa característica. No así en los anteriores, que la prosa no estaba, en alguno de ellos, cuantificada, y en éste sí. Se puede decir pues que la diferencia fundamental de este libro con respecto a los anteriores es la cuantificación formal del léxico.

Don Santiago, háblenos de su contenido, género, estructura, conflictos, temática... Véndanos el libro.

Permítame D. Faustino que empiece por el final. No es el objetivo de este libro el vender millones de ejemplares, sino el de encontrar lectores que participen en la complicidad de la multitud de propuestas estética que en él se plantean. No es un libro para librerías, ya que se ha publicado por entero en La Red, en mi página personal, y es, sencillamente, un reclamo en papel para que el público lector se acerque a ese espacio de literatura en Red que es lo que realmente se puede considera mi apuesta literaria. En cuanto a los géneros literarios, he de decirle que la misma escritura en un espacio electrónico, ya es un nuevo género en el que ha de predominar la concisión, sobre todo, y la exactitud, y si a todo esto le aliñamos ese golpe sorpresivo que le deja a uno meditativo, mejor que mejor. Es pues un libro que se enmarca en una colección de poesía “Li-Poesía”, sin serlo propiamente dicho, ya que los textos del espacio Internaútico del 2007 son más narraciones que otra cosa, eso sí, como ya se ha dicho arriba, con un afán formal cuantificador. Es un libro, visto desde la ortodoxia que nos enseñan en las escuelas relacionadas con los géneros, heterodoxo. En cuanto a la estructura, el libro tiene dos grandes grupos: una primera parte más de lo poético, de lo interior, de lo metafísico, incluso de lo filosófico… es la parte más complicada, más densa, más difícil, de lectura más lenta. Y una segunda parte relacionada más con el afuera, con el mundo circundante, más de lo palpable, más asequible para el gran público, pero no por ello carente de esa estructura de musicalidad de la que está impregnada todo el libro. Conflictos, todos y ninguno; allá cada cual con su conciencia. Temática, el ser humano desde todas las personas, incluidas las del plural.

¿Cuál es el perfil de sus destinatarios, o no pensaba en los lectores cuando lo escribía?

Siempre pienso en mis lectores a la hora de escribir. No es mi público un niño de doce años, ni un adolescente de dieciséis; incluso me atrevería a decir, que tampoco el de un iniciado en el mundo universitario. Soy exigente con el lector. El lector, como el escritor ha de pasar sus fases, de la novela, relato, poema fácil, a algo más estético, más literario, más elevado. Lo que no quita que de vez en cuando volvamos atrás y leamos por metro entretenimiento, que es el principio. Creo en la formación de la persona lectora, de ahí que mi libro no lo ponga fácil, de ahí que utilice ciertas palabrejas y ciertos contenidos que no son corrientes, que son más de un entorno de lector con historial.

¿Las emociones que destila TRATADO DE BELLEZA MORIBUNDA nacen en la intimidad cognitiva del autor, o es la recopilación de sentimientos ajenos, compartidos en el fluir de su relación humana?

Los contenidos del libro son reelaboraciones de las lecturas y de las experiencia de primera mano del autor del libro. Nadie puede escribir de lo que no conoce. Si en el libro hay emoción, es que hubo una emoción que tocó el corazón del escritor. Pero cuidado, una reelaboración no es otra cosa que un intento, más o menos acertado, de acercar al lector a aquel momento en el que el autor tocó la esencia humana. La mayoría de las emociones, si no todas, l que despierta el libro, son emociones del que lee, que abren las palabras que hay en el libro, que en ninguna manera son el autor: son las palabras que el autor ha seleccionado para transmitir tal o cual sentimiento..Las emociones del que lo ha escrito están ahora contaminadas con la deformación que el inexorable paso del tiempo va haciendo en el recuerdo. Le confesaré una cosa: algunos de los textos del libro, ahora, tras un dormir en el cajón de los papeles emborronados, no tienen nada que ver con lo que hoy soy, y hoy siento. Son historia de la escritura diaria. Historia digna de ser rescatada.

¿Qué aporta este libro, que acaba de presentar, al conjunto de su producción literaria?

Este libro es, por decirlo de alguna manera, el techo, el punto y final de un período de diez años en los que he aprendido y he ensayado unos textos en los que el modo de decir se nota mucho. Creo haber conseguido un estilo fácilmente identificable. Ahora me queda lo más difícil, la demolición. O sea, el empezar de nuevo.

Usted clasifica su obra (dos novelas, tres poemarios, dos volúmenes de relatos...) en prosa y poesía. Sin embargo, existe una opinión muy generalizada de que su prosa es toda poesía. ¿Qué tiene que decir sobre esto?

Si el lector ve en mis textos lo poético, es porque mis textos tocan lo poético, que es en resumidas cuentas el meollo de lo humano. Otra cosa, a discutir desde luego, es que los textos estén contaminados con el fondo de tal manera que sean una sola cosa. Habría que analizar esos textos prosaicos que supuestamente son “prosa poética”, por decirlo de alguna manera, y ver si cumplen con los cánones que los profesores y críticos marcan para que tal circunstancia se dé. Desde luego no es de me incumbencia, ni me preocupa en absoluto. Siempre he dicho lo que quería decir, tal y como lo quería decir. Si hay una opinión generalizada de lectores que opina eso, algo de verdad habrá en ello; pero repito: no me preocupa lo más mínimo.

¿Señor Solano, no será que está usted creando un nuevo género, único, que, como ya le ha dicho alguien, “Rompe la barrera entre la poesía y la prosa?

No sé si eso es así. Intuyo que lo que escribo está impregnado de mi forma de ver el mundo en general y de la literatura en particular. Permítame que le cuente una anécdota que responde a esto del los géneros, que yo hablaría más de la creación de un estilo excluyente. Me pide un amigo que le presente a él y a su poemario. Acepto. Pero, de verdad, me aburren las presentaciones de los autores cuando el presentador se pasa media hora o tres cuartos de ahora contando lo mucho que ha escrito y lo bueno que como escritor; y además le roba el tiempo al protagonista que es el autor y el libro. Así que yo, ante tal circunstancia, lo primero que hago es leerme el libro – sí, sí, me leo el libro, despacito, tomando notas -, y luego, con las notas monto el personaje que se respira detrás de ese libro, que por supuesto que no es el autor, sino la voz narrativa del libro. Y presento la voz narrativa del libro como si fuera el propio autor. Si a esto le unes algunos datos biográficos contrastados de la vida del autor. Pues sale un texto literario nuevo, que habla de autor y del libro. ¿Es eso un nuevo género literario? El Genero de la Presentación, como ha dicho más de uno de los que han asistido a mis presentaciones de autor. Yo creo que no, es simplemente que para mí todo es susceptible de ser literatura. Esta mi gran pasión.

Hablando ahora del origen de su creatividad: ¿Cómo llega a la conclusión de una idea, y cómo trabaja con ella hasta su exposición definitiva?

Utilizo los métodos conocidos por todos los que nos dedicamos a esto de escribir. El binomio fantástico, por ejemplo. De él tiene un resultado en la revista Tirano Banderas Digital, en el relato Grabar el fondo, que parte de las palabras “grabar/fondo”. La transposición de temas clásicos a escenarios modernos. De esto tiene un ejemplo en el blog de diario que estoy escribiendo en la actualidad. Todo lo relacionado con los hombres de verde, de resonancia “orsonwellianas”, no es más que un trasunto del viejo cuento “El flautista de Hamelin”. O simplemente una escena que me llama la atención en la calle, de la que tomo nota en mi cuaderno de notas, que luego se relaciona con otras cosas y que termina siendo un cuento, o un poema, o incluso una novela.

Ya, pero ¿qué mecanismos técnicos utiliza para llegar a ese punto final, tan bien madurado, que tanto conmueve al lector?

No hay ningún truco. Es todo trabajo. Primero dejar al Doctor Sí que trabaje: este doctor es la imaginación, que algunos llamarían la inspiración, y que otros el entrar en contacto con el espacio de lo onírico del ser humano. Luego dejar al Doctor No que actúe: este doctor son los estudios filológico, gramaticales, estructurales, etc., que la vida ha ido poniendo a mi alcance. ¡Ah! Y un factor primordial, el tiempo. Dejar que pase el tiempo, que se enfríe el corazón del que lo escribió. Eso, dejar que trabajen estos dos personajes.

¿Son esos los cimientos sobre los que se sustentan sus objetivos como escritor?

Digamos que estos dos señores son los arquitectos. Pero estos arquitectos están siempre a mis órdenes. Y mi objetivo último es muy sencillo, escribir. Todo lo demás es añadidura.

¿Ese es su único fin?

Sí, sólo me interesa escribir. Aunque también es verdad que los sueños son imposibles de contener, los sueños de grandeza, digo. Pero eso es otra historia.

¿Le ha dicho alguien que su obra, en general, es un plato muy exquisito reservado para pocos privilegiados, capaces de degustar sus excelencias?

Nunca. Más bien al contrario. En un recital de poesía que di en la Biblioteca de Valencia, hace ahora cinco años, me ocurrió algo que colmó todas mis necesidades de vanagloria. Tras el recital, se acercó una señora de unos sesenta años y me dijo que ella no leía poesía nunca, que le parecía una pamplina; pero que con lo que yo había leído había disfrutado mucho, se había emocionado mucho, había incluso llorado, porque lo que yo leía era su vida, su alma. Aunque sí, es verdad que el léxico que utilizo no es muy corriente.

¿Eso es intención suya o es algo inherente a sus dotes creativas?

Si eso es que mi obra es para lectores exquisitos, tengo que decir que eso, esa lucha por decir exactamente lo que quiero decir, forma parte de mi camino como escritor, de mi evolución como escritor; y sobre todo de mi evolución como ser humano. Soy ciertamente complicado - ¿quién no? -; pero en mis textos siempre intento ser claro, aunque no siempre lo consiga. Y si eso, es que por qué no escribo historias de amor, o de aventuras; pues mire, esto ya se ha hecho tantas veces y tan bien, que para qué más. Busquemos ser uno mismo allí en donde estemos, y en esto de escribir, pues eso. Seamos yo.

Para terminar, Don Santiago, hablar de Literatura es hablar de belleza, pero dígame ¿cree usted que esta belleza está tan moribunda?

La belleza no está en el mundo, está en el corazón humano. Un atardecer es bello porque hay un corazón latiente que así lo entiende. Por tanto la belleza es cuestión de corazón. Literariamente hablando, para mi gusto, la belleza agoniza; ya lo dijo hace tiempo un tal Carlos Mestre en un libro titulado “La poesía ha caído en desgracia”. O creo, que a lo mejor no se estaba refiriendo a esto que nos ocupa; que ya sabe usted, que a los poetas no hay quien les entienda.

PRESENTACION DEL POEMARIO "TRATADO DE BELLEZA MORIBUNDA"

El pasado 24 de junio de 2008 tuvo lugar en el Salón de Actos de la Biblioteca Municipal de Móstoles, en Madrid, la presentación oficial de "Escritores en Red. Asociación Marqués de Bradomín", y el poemario "Tratado de la belleza moribunda ", de Santiago Solano. En el acto participaron - de izquierda a derecha de la foto - D. Santiago Solano Grande, autor del poemario y Secretario General de Escritores en Red, Dña Carolina Marchante, Jefa de Actividades Culturales de la Biblioteca, y nuestro socio de Escritores en Red D. Alejandro Pérez García, en calidad de presentador del libro y escritor.
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TEXTO DE LA PRESENTACIÓN DE"TRATADO DE LA BELLEZA MORIBUNDA" DE SANTIAGO SOLANO EN EL SALÓN DE ACTOS DE LABIBLIOTECA MUNICIPAL DE MÓSTOLES
Por Alejandro Pérez García


Debería ser fácil presentar a alguien cercano, con quien se comparten inquietudes y proyectos. Pero no. No es así cuando se trata de Santiago Solano Grande. Confieso que he preparado varios guiones para este acto y me ha costado mucho encontrar palabras coherentes que definan tanto sus cualidades personales, como los atributos que le capacitan, con nota sobresaliente, en el difícil arte de escribir. Como persona, Santiago Solano no deja de enmendar la plana con tal de que un semejante encuentre el triunfo y la satisfacción con un texto lucido, con la trama y el punto final en su sitio. Siempre tiene a mano un consejo, un comentario, en beneficio de quien, bogando por mares de letras sin lustre, ha de cambiar la singladura. Pero no he venido aquí para hablar de Santiago Solano como persona, y no lo voy a hacer. Ya he dicho de él bastante. De seguir, acabaría en un jardín cuajado de una calidad que nunca describiría en su justa medida. Hoy tengo que presentarles a Santiago Solano ESCRITOR, un personaje grande de la literatura actual, que, algún día no muy lejano, recibirá el reconocimiento que merece. El mérito de Santiago Solano se sustenta sobre tres pilares cimentados en su vida y en su obra; tres pilares que le distinguen en la actualidad, tres pilares que le abrigarán en la historia futura de las letras, tres pilares escritos con mayúsculas:

- FORMACIÓN PERSONAL,
- POSICIONAMIENTO Y COMPROMISO EN LA LITERATURA ACTUAL y
- DEDICACIÓN INCANSABLE EN ARAS A UNA OBRA DE PREMIO.

Su formación está avalada por los estudios académicos que ha cursado: Filosofía y Letras en la Universidad de Oviedo y Profesor de EGB en la Universidad de la Laguna, en Santa Cruz de Tenerife; además, basta leer sus libros, es un gran pensador, filólogo y excelente creador. Como autor comprometido con la Literatura, es un ferviente divulgador cultural, empeñado en colocar al texto escrito —más allá del producto encuadernado— al otro lado de los nuevos mundos, que esperan ser explorados con las modernas tecnologías cibernéticas y de la comunicación. Gracias a ello, hoy somos todos menos forasteros, menos extraños, porque en esa revolución cultural-social conviven hermanados los entes del planeta. “Siempre en y para la RED”. Su proyecto personal está alojado en www.literonauta.com donde podemos leer casi todo lo que ha escrito. Ha sido director de la página Web de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles; actualmente gestiona la Web de la Casa de Castilla-La Mancha en Madrid, la Web de la Sala Trovador, unida a la Asociación Prometeo de Poesía, y es Director General y Administrador Web de “ESCRITORES EN RED, ASOCIACIÓN MARQUÉS DE BRADOMIN”, www.erabrdomin.org. Éste es su último proyecto, quizá el más ambicioso, creado para acoger a escritores, consagrados y noveles, con el fin de promocionar trabajos y autorías que, de otra manera, morirían antes de nacer, en la oscuridad del anonimato. Gracias a su dedicación incansable Santiago Solano hoy atesora una obra de premio. Sus libros, pensados y escritos para la Red, son libros con cuerpo y alma, libros con espíritu virtual pero también con un físico que se deja tocar y querer, que nos compensan con las caricias de la sustancia. Los libros de Santiago Solano son un regalo de su generosidad: están en la página de “Literonauta” para que gratuitamente podamos disfrutarlos. Pero no por ello podemos decir que sean inalcanzables para los lectores convencionales, ya que bajan de su mundo etéreo, en forma de tinta y papel, para que sean también propiedad de los que gustan de pensar en el metro, en el tren, en el bus... Hoy baja del limbo y se suma a la vida pública, a los escaparates de las librerías y a los catálogos de las bibliotecas, su última creación: TRATADO DE LA BELLEZA MORIBUNDA. Sólida, estructurada en varios géneros: En Novela ha publicado DESTINO FINAL (1995) y LIENZOS DEL PASADO (2001) En Poesía: MULETA Y VIENTO (1996), OLÍA A TRAICIÓN Y SOLEDAD (1998) y LA SOMBRA DE LA CASA (2002) Y en Relatos nos ha deleitado con FLOR DE ACEBOS Y OTROS CUENTOS (2004) Todo ello en Internet, primero, y en papel, después. El libro que él nos va a presentar hoy: TRATADO DE LA BELLEZA MORIBUNDA, es un compendio de narraciones breves, reflexiones profundas diría yo, llenas de sentimiento y abstractos concretos, de concreciones surrealistas y metáforas donde maridan significados y significantes para abrir las puertas del pensamiento a lectores curtidos, a lectores que no se conforman con lo que el escritor dibuja en sus páginas. Ellos serán quienes clasifiquen como cosa propia esta BELLEZA: en los anaqueles de prosa poética o en los de poesía narrativa. Así de dual, pero así de única es toda la obra de Santiago Solano, sobre todo sugerente y capaz de no dejar en la indiferencia a cuantos quieran aprender leyendo, a cuantos se atrevan a buscar historias, situaciones y comportamientos más allá de lo escrito. Les aseguro que es una obra única, tanto en contenidos como en continentes, magistrales, tejidos con palabras modeladas con el buril de la idea, y remarcados con la forja artesana del concepto bien dicho. Gracias a todos. Y ya, sin más preámbulos, cedo la palabra a mi presentado, Don Santiago Solano Grande, que nos hablará con todo lujo de detalles —¡seguro!— de su último y celebrado éxito: TRATADO DE LA BELLEZA MORIBUNDA.

viernes, 28 de noviembre de 2008

LOCO POR LEER

(Leído en la Tertulia Literaria. Casa Castilla-La Mancha. C/. Paz nº 4. Madrid)

Moncho tenía una afición desmedida por la lectura. Sus padres, al principio, no lo veían mal, pero también querían que se relacionara con amigos y jugara con ellos al fútbol, a la pídola y a otros juegos propios de su edad. Pero no, Moncho siempre estaba leyendo; siempre, siempre con su libro a la sombra de la acacia. Él decía que allí estaba escrita toda la historia de la vida, y que debajo del árbol veía los personajes más variopintos, en los lugares más exóticos de ese mundo mágico preferido por él.
Los padres no entendían aquello tan irreal y, preocupados, sometieron al niño a castigos severos para que dejara de leer, o lo hiciera con moderación. Le privaron de la paga de los domingos, del pastel de manzana que tanto le gustaba y decidieron no comprarle más libros, pero eso no dio ningún resultado. Por la mañana y por la tarde, con frío o calor, el niño leía sentado en el arriate de la acacia. Siempre estaba allí.
Ante la firmeza de Moncho, los padres hicieron lo que nunca habrían deseado: cortar la acacia y quemar el libro. Moncho no tenía otras lecturas y en el jardín no había más árboles. Aquella barbaridad hizo que el niño se aislara más y no quisiera hablar con nadie. Se le quitó el hambre, pero nunca mermó su atracción por la lectura.
Todos los días se sentaba en el tocón de su acacia mutilada, cogía cualquier periódico o revista y, con los ojos cerrados, simulaba leer. Así revivía las hazañas de sus héroes. Por los gestos daba a entender que disfrutaba de los conflictos y sensaciones: ponía cara de pelea, olía como si estuviese en medio de una inmensa rosaleda, hacía cariñosas muecas, como si acariciara a distintos animales, o algo así.
Una tarde, a primera hora, cuando el muchacho estaba abstraído, con la mirada puesta en su creación interior, se acercó la madre con cara de pesar.
—¿Por qué haces como que lees, si tienes los ojos cerrados? ¿No sería mejor que vinieras a la piscina con los otros niños? Hace mucho calor y ya no hay sombra en el jardín. ¡Anda, cariño, ven! —dijo acariciándole las mejillas, con ese mimo de madre que a veces todo lo puede.
—Cierro los ojos para ver mejor las aventuras escritas en mi libro. ¡Lo quemasteis! Pero guardo todo en mi memoria. Hablo con los personajes, ellos son mis amigos. Los otros niños no están en la historia. Tampoco importa si la acacia está o no. Ahora tengo toda la vegetación que quiero, abunda en el universo que imagino.
—Hijo, tú no estás bien. Tenemos que llevarte al médico.
—No, mamá. Eres tú la que está mal. Nunca supiste que mi libro es “El libro de la selva”. Por lo que leo en él, en lugar de perseguir tanto mis lecturas, tendríais que haber estado más atentos para no perderme cuando Shere Khan*, mi amigo el tigre, salió de la espesura.
—No te entiendo, hijo —exclamó la madre sollozando.
—Está claro. Me habéis maltratado privándome de mi pasión. Ahora me siento, más que solo, abandonado. Así acabaré en la cueva de los lobos, pero no me importa. Aunque Raksha* se meta conmigo y me llame Mowgli*, seguiré leyendo todos los días, porque ellos sí que me entienden. Yo estaré encantado de ser uno más en la maravillosa jungla de ese mundo fascinante —dijo el chico muy convencido.
La madre lloraba en silencio, arrepentida. No dijo nada.
Moncho siguió en su mundo. Hizo como si pasara otra página del libro. Luego, satisfecho, aulló como una fiera inocente, en medio de aquel bosque de robinias, tocadas con racimos blancos, de olor meloso, penetrante.
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(*) Personajes del “Libro de la selva”.
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LIBERTAD EN LA JAULA

Madre e hija discutieron el día anterior, hasta bien entrada la noche, sobre la asistencia al concierto de “Los Maracuyás”, que se celebraría en el campo de fútbol. Margarita no pudo disuadir a la chica. “Dichoso recital, en qué horita...”, dijo la madre, muchas veces después.
—Estoy harta, mama. Tengo diecisiete años, casi dieciocho, y me tratáis como si tuviera quince. No me dejáis ir a los conciertos, ni a bailar, ni llegar a casa después de las dos. Mis amigas no tienen estos problemas con sus padres. Vosotros sois insoportables. No os aguanto. ¡Qué ganas tengo de que termine esto! —protestó Sara, llorando.
La chica corrió a su cuarto. En la huída tiró de un manotazo la bailarina con bata de cola y el músico de Murano que había sobre el aparador. Su madre, al verla tan excitada, y temiendo se despertara el padre y el niño pequeño, fue tras ella con intención de calmarla. Moderó su actitud intransigente.
—No, hija. No te pongas así, anda. Si lo hacemos por tu bien.
—¿Por mi bien? ¡Un cuerno! Qué ganas tengo de... Pero tú ¿qué quieres? ¿que me meta monja? —dijo la chica, todavía muy alterada.
—Anda, hija, no te pongas así. Con lo buena que tú eres. Cálmate. Venga, vale. Mañana, vienes, comes y te vas. Si nosotros también queremos que te diviertas, pero nos da miedo que andes por ahí sola —dijo la madre besándola, acariciándole los cabellos y secándole las mejillas, como tomates, humedecidas por las lágrimas.
Las dos, poco a poco, fueron tranquilizándose. Sara preparó los libros y la ropa para el día siguiente, después de que su madre la halagara durante un buen rato antes de irse a dormir. Ya sola, fue a la cocina, abrió el frigorífico y, como todas las noches, se hizo el bocadillo para el recreo. Además, metió en la bolsa una cabeza de lomo envasado al vacío sin empezar, lo que sobró de la barra de pan y tres piezas de fruta. “Si me viera mi madre, o mi padre, la tendríamos otra vez”, pensó. Dejó todo preparado en su habitación y se metió en la cama, pensando en el concierto y en las prohibiciones de los padres.
Durmió mal, pero al día siguiente fue la primera en salir de casa, antes de que nadie se hubiese levantado.
No regresó a la hora de comer, ni por la noche a dormir, ni al día siguiente, ni al otro, ni muchos días después. La quiosquera fue la última que la vio cuando entró en el Metro. Dijo que serían las ocho y media, y que llevaba una mochila muy abultada y una bolsa de deporte, bastante grande. La familia no dio mucha importancia a eso, hacía natación a diario y, “quizá llevara las aletas”, advirtió la madre.
Tras muchas pesquisas y varias semanas colocando la foto de Sara, con reclamos de búsqueda en todos los lugares posibles de la capital, apareció en la costa, muy lejos de casa. Trabajaba muy ligera de ropa en una discoteca, cantaba y bailaba, frenética, dentro de una jaula, animando a los clientes. Acababa de cumplir los dieciocho y la policía sólo pudo comunicar a la familia su paradero.
Cuando Sara menos lo esperaba, recibió la visita de los padres. Allí estaba, en la Discoteca Paraná, con Los Maracuyás, enseñando lo que, por falta de luz, casi no se veía. Saltaba entre los barrotes como una mona insaciable, o harta de todo. ¿Quién sabe?
El padre, un funcionario sin arrestos, se quedó mirando, sin saber qué hacer. Fue la madre la que subió, por detrás, al escenario. Ella quería hablar con su niña, aunque fuese a voces. No sabía cómo hacerlo. Se puso delante de la hija, que, aunque estuviese extrañada, no dejó de saltar.
—¿Qué haces aquí mama? ¿A qué has venido? —preguntó, por fin, chillando, casi sin mirar a la madre.
—A por ti. Hemos venido a por ti. Nos vas a matar a disgustos —gritó Margarita, haciendo altavoz con las manos, al oído de la chica, que no paraba de retorcerse.
—No voy a ir a ningún sitio. Me dejaste ir al concierto ¿no? Me dijiste que vosotros queríais que lo pasara bien. Pues aquí estoy —explicó desgañitándose, apartando el micro para que no se la oyera en la sala.
La madre la cogió por los pelos y la apartó de los focos que no dejaban de hacer intermitencias y cambios molestos, mareantes.
—Yo a ti ¿qué te dije? —preguntó la madre, más tranquila pero con los mismos ruidos.
—Me dijiste eso: “Vale, mañana vienes, comes y te vas”. Fue lo que dijiste.
—Sí, pero no llegaste a comer, ni a cenar, ni apareciste el día de tu cumpleaños.
—No fui porque no tenía hambre. Y cállate ya, que me vas a rayar. ¿No ves que no te oigo? Así que hala. Te diría la poli lo que hay, ¿no? Pues ya lo sabes —dijo Sara voceando con todas sus fuerzas, zafándose de la madre.
—Por Dios, hija, sal y hablemos como personas normales.
Sara no hizo ningún caso.
—Por favor, baja de ahí. Aunque sólo sea para que te quedes quieta y podamos darte un beso.
La chica no atendió las súplicas de su mama, como siempre le decía. Tampoco quiso ver al padre.
Margarita, huérfana del cariño de la hija, salió perdiendo su etiqueta de madre entre el ruido y la vergüenza.
Sara se encerró en la jaula de su libertad y siguió con aquel cante imposible, saltando y riendo, como si toda la vida hubiese estado allí y le sobrara todo lo demás.

jueves, 23 de octubre de 2008

MAL TIEMPO


Si el cielo estaba cubierto no salía de casa, y si las nubes la sorprendían, dejaba todo y se recluía en su habitación. En invierno, o en verano si había tormentas, pasaba varios días sin ver la calle.

Podía conseguir lo que quisiera, pero los nublados eran para Marta una causa mayor, imposible de vencer.

Una tarde, después de muchos meses esperando, recibió un certificado citándola para una entrevista de trabajo. ¡Por fin alguien había reparado en su currículum! Pronto tendría ocasión de demostrar sus cualidades.

Pensando en la ocasión, y en el posible puesto de trabajo, renovó su vestuario, se compró maquillajes, perfumes y todo eso que una chica joven y guapa no necesita para ser más atractiva.

La fecha, que por deseada parecía muy lejana, llegó. Al salir de casa, tan arreglada, tan dispuesta, tan contenta... ¡Empezó a llover!
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OCASO

A las nueve de la mañana Álvaro sale a por pan reciente para el desayuno. Los primeros alientos del otoño le incomodan. Pisa con cuidado las hojas de los árboles; él sabe que disimulan con mala idea los pequeños hoyos, que, junto con la artrosis, le recuerdan que los años pasan sin perdón.

—Buenos días Beltrán —saluda Álvaro a un vecino que sale del ambulatorio.

—Hola.

—¿Qué te pasa? Te veo con mala cara, muy delgado y un poco encogido.

—Nada, los años.

—Así estamos todos.

—Sí, pero a mí me ha dicho el médico que no llene la despensa para todo el invierno, y que pague pronto mis deudas, si quiero que mis herederos me recen con cariño. Así que... ¡ya lo sabes! —dijo Beltrán, con torpeza, allanando el empedrado con la vista.

—Cuánto lo siento. No será para tanto, pero si puedo hacer algo por ti...

—Sí, claro que puedes: ir al entierro.

—Pues no sé, no sé.

—Mejor no pensar en ello —dijo Beltrán.

“Si yo voy al tuyo, tú no vendrás al mío —pensó Álvaro—. Uno ya no está para excesos. No haré por ti lo que tú no harás por mí. No está bien que te vayas gratis y yo tenga que pagar por ir y volver”—terminó su pensamiento y se despidió del amigo.

—Lo siento mucho, Beltrán. Ya nos veremos.

© Alejandro Pérez García

(Leído en la sesión inaugural de la Tertulia Literaria. 20-10-08)
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COSAS QUE PASAN

Mi amigo Juan Luis y la limpiadora del colegio mayor eran como uña y carne. A él le llamaba mucho la atención un lunar que tenía ella en la oreja, como una uva garnacha. A ella le hacía mucha gracia que él tuviese un ojo como el cielo de un belén y el otro como el azabache.

Después de los años, Juan Luis se cruzó en la Calle de la Montera con una joven que se parecía mucho a Susana, la empleada de la limpieza.

Siguió a la chica. Entró en una cafetería. Se puso a su lado y la observó con atención. Vio que tenía un lunar en la oreja izquierda y un ojo azul y otro negro.

© Alejandro Pérez García
(Publicado en “La Ventana” (SER), de J. J. Millás, el 11-10-07)
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domingo, 5 de octubre de 2008

viernes, 19 de septiembre de 2008

SÓLO NICOLÁS

Nicolás llevaba en la capital sólo dos semanas. Se crió sin madre; y su padre, pastor del concejo, había fallecido aquel verano víctima de la fuerza de un rayo. Como el chico quedó solo en el caserío, se hicieron cargo de él unos familiares lejanos, de la capital. Prometieron que no le faltaría de nada. El compromiso quedó bien cumplido: Nicolás tenía techo donde dormir, comida, ropa, estudios, una familia... Y más. ¡Mucho más! Tanto, que no podía con todo.
La tarde de San Clemente, una tarde gris, como otra cualquiera, quedó grabada para siempre en su memoria. Nicolás parecía liberado después de las clases del Instituto. Pero no. La jornada seguía para él. Debía ir a casa, merendar y recibir la retahíla de las ocupaciones más urgentes. Esa tarde, sin que nadie le brindara ninguna atención, ni doméstica ni sentimental, le dijeron que lo primero era ir a la bodega, propiedad de la familia, para limpiar y colocar la trastienda. Allí, sobre unas cajas de licores, habían improvisado un camastro para que el muchacho durmiera con Tobías.
Cuando llegó ya le estaba esperando su tío, malhumorado porque, según él, llegaba tarde. El chico barrió y fregó por dentro y por fuera del mostrador, recogió la basura y la llevó a los contenedores. Sin recuperar el resuello, recogió todos los cascos vacíos, los seleccionó por marcas y contenidos y los colocó en sus correspondientes cajas, para que al día siguiente, a primera hora, se las llevaran los distribuidores. Cuando ya se iba corriendo, camino del supermercado donde le habían contratado para repartir los pedidos a domicilio, fue requerido para que ayudara a rellenar unas botellas con restos de vino que ya olían a picado. Y después...
—Venga, vete ya. Despabila que llegas tarde. Y ya sabes, cuando termines te vas a casa, cenas y, sin distraerte, vuelves aquí cuanto antes, por si tienes que hacerme algún recado —ordenó el tío.
Nicolás no hablaba, sólo obedecía.
Salió a toda prisa. No había merendado y sólo le dio tiempo a coger, a escondidas, unos recortes de tocino añejo y unos trozos de magdalenas que se habían roto en el almacén. Tenía hambre, pero se le había hecho tarde y no era cosa de demorarse más. Ya comería algo luego, entre reparto y reparto.
El encargado del súper, un flaco estirado que parecía el dueño de todo, de esos que fuerzan la sonrisa hasta que se les nota, también increpó al chico por su tardanza.
—¿Se puede saber dónde te has metido? Ponte las pilas porque hoy se te ha amontonado el trabajo, y tienes que correr porque luego, si vas muy tarde, las señoras se molestan, ¡con razón! Y cuando hayas terminado con el último servicio, no te olvides de dejarme en el buzón los justificantes de las entregas. ¡Así que venga, chico, a rendir!
Nicolás, cansado y compungido por tanta tarea, no decía nada. No tenía tiempo ni para rechistar. Nadie reparaba en sus esfuerzos. Sólo Tobías, de vez en cuando, se acercaba a él o le acompañaba, pero tampoco le ofrecía mucha ayuda.
El mozo fue llevando los pedidos uno a uno, desde la tienda al domicilio de los clientes. Ahora a un tercer piso. Luego a un quinto; el siguiente, a un cuarto, éste sin ascensor. Así hasta cinco. Nunca recibía gestos amables, pero regañinas siempre sobraban: porque el género iba revuelto, porque éste o aquel artículo no eran como los habían pedido, porque la bebida iba caliente, porque llegaba tarde... Siempre había motivos para quejas, que el pobre Nicolás intentaba eludir como podía, y podía bien poco. Nadie daba propina; así eran las condiciones, un pequeño recargo sin gajes ni más gastos. Lo que el chico ganara él no lo sabía, era un trato entre el jefe del supermercado y su tío. Ellos se entendían.
Cuando terminó, dejó en el buzón los recibos de los repartos, se fue a casa de los parientes, mal cenó y, corriendo como siempre, ya noche cerrada, se presentó en la bodega y se puso a las órdenes del tío. Nicolás respiraba confiado porque, por mucho tajo que le encomendaran, siendo ya tan tarde como era, poco podría ser. Pero no, por más ganas que tuviera el zagal, el fin nunca llegaba. El amo se fue a casa, pero él tuvo que acabar una lista de encargos antes de acostarse: limpiar cristales, trasvasar, reponer, ordenar, hacer los deberes... Por fin llegó la hora, pero, a pesar del cansancio, debió dormir poco Nicolás aquella noche.
A la mañana siguiente, todo parecía amanecido al revés. Nicolás no daba señales de vida. Los repartidores esperaban enfadados, sin que sus llamadas tuvieran respuesta. Y, lo peor, los municipales buscaban al dueño del establecimiento para que se hiciera cargo de Tobías, que estaba retenido en el puesto de la estación desde la madrugada. Cuando el dueño llegó al cuartelillo encontró al pobre animal triste, como una persona deprimida; ni ladraba, ni movía la cola, ni nada; sólo levantaba la cabeza para que le cogieran del collar una nota escrita con la letra de Nicolás:
“Me voy en el tren hasta el puerto, allí tomaré un barco que me lleve a cualquier sitio, aunque sea a las Américas. Escribiré. Adiós”.
El destino de Nicolás pudo ser una singladura sin fin. O quizá no. Quién sabe. Nunca escribió ni volvió para contarlo.

(c) Alejandro Pérez García

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domingo, 17 de agosto de 2008

ANTOLOGÍA II


"EL LIBRO Y SU AUTOR: CUENTOS"
Es una selección promovida por Creaciones Literarias, de Betty Goldman y Enrique Epelbon, y editada por Ediciones Lulu, de Londres. Tiene 179 páginas y reune trabajos de 60 autores de varios paises de habla hispama.
Dice en su prólogo:
" El Libro y su autor" es un proyecto mancomunado de escritores en habla castellana de diferentes paises, distintas culturas y experiencias de vida que, a través de la palabra escrita, desean compartir con los lectores universales (...) A pesar de la diferencia de ciertos aspectos de la lengua, todos hablan el mismo idioma, el de la sensibilidad (...)"
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EL MALCASADO

Armando encontró un buen trabajo en la montaña, en una central eléctrica, lejos de la capital. No quería casarse, pero estaba solo y necesitaba una mujer para casi todo. En la verbena de un pueblo cercano conoció a Margarita, nieta de maqui y falangista, de beata y miliciana. Llevaba la falda y la blusa limpias y bien planchadas; además de ser guapa, según ella, hacía buenas patatas revolconas y la encantaba escribir con letra dibujada. Pero algo tendría cuando los del pueblo no la sacaban a bailar. Dijo a Armando de sopetón que, antes de nada, tenía que saber que ella trataba a los forasteros sólo si iban con intención de casarse. Tras varias idas y venidas, el chico descubrió que Margarita calentaba la cama hasta que sudaban las sábanas, cuando el jergón, cansino, perdía la cuenta. Antes del año ya estaban casados y pensando en tener niños.

El trabajo de Armando estaba a veinte kilómetros del pueblo de Margarita. El joven matrimonio vivía en el poblado de la empresa. Los padres de la chica, para no perderla, intentaron que Armando se empleara con ellos de cualquier cosa, y cada vez que iban al pueblo le obsequiaban con el vino de la mejor cosecha, con buen jamón y buenas raciones de lomo y chorizo de las orzas. Aquellas glorias no pudieron con los deseos de refocilarse con Margarita. Vivir solos no era comparable con nada. Nadie alteraría aquellos descubrimientos llenos de placer. Cuando se ponían, no lo dejaban. Pero como algo incomodara a la nueva señora, hasta los gatos podían ladrar.

Margarita echaba mucho de menos a sus padres y a las amigas de siempre. Éstas sabían que era capaz de retorcer el pescuezo a un gallo por cualquier cántico, pero la aguantaban. Cuando la daba el ansión, Armando la llevaba al pueblo, aprovechando algún fin de semana o los días de libranza. No se quedaban mucho tiempo. Habían decidido tener pronto niños, pero allí no echaban la carta con el encargo. “Estos días de descanso y buena comida son los mejores, pero como tú no quieres...” —refunfuñaba Armando—. “¿Qué va a decir mi madre si nos oye?” —protestaba ella—. Poco a poco fueron espaciando las visitas a la casa de los padres.

Lentamente fueron apagándose los fuegos del amor estrenado. “Tú tienes la culpa de que no seamos padres” —reprochaba Margarita, clavando la mirada en los ojos del muchacho—. “De eso nada. Yo no fallo nunca, eres tú la que no cuaja” —acusaba Armando—. Cada vez escribían las cartas más de tarde en tarde. Pronto, las palabras de uno empezaron a molestar al otro. Ella se echó amigas nuevas, con las que salía casi todos los días, de compras, al bingo... Él también se iba con los amigotes a la ciudad; no dejaba las copas, ni salía de los garitos de alterne. Cuando marido y mujer coincidían en casa, por la noche, los insultos y reproches se mezclaban con ruidos de cacharros que chocaban y se hacían añicos.

En una de esas batallas, a Margarita se le escapó la maza del almirez, una cuarta de bronce tallado; bien dirigida, fue a parar a la entrepierna de Armando. La hinchazón obligó a la chica a llamar al médico. El perjudicado tenía la cara roja, las venas del cuello y de la frente a reventar, y hacía grandes esfuerzos para luchar contra el dolor. Fue Margarita quien explicó que, últimamente, su marido andaba mucho por los establecimientos de mujeres malas. El doctor recetó un jarabe. Ella fue corriendo a la botica, lo preparó convenientemente y se lo dio al enfermo. Armando vio que la etiqueta era como la de otro potingue que tomó en la mili, pero este sabía mucho mejor; tanto, que tragaba sin rechistar todas las cucharadas que le daba la esposa. Pero no mejoraba, al contrario. Dos días después amaneció frío, no respiraba y tenía cara de pavesa. El médico certificó muerte por algo venéreo, o malformación en el paquete seminal, más o menos. “Con aquella letruja tampoco se supo muy bien” —dijo Margarita, después de un tiempo.

Alejandro Pérez García - Página 133
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ANTOLOGÍA I


"ARENA EN LOS ZAPATOS"

Es una publicación de la Escuela de Esceritores editada en 2007. Participan en ella más de 200 autores de habla hispana, que configuran un libro de 509 páginas.

Un fragmento del Prólogo, de Ángeles Lorenzo Vime dice: "Yo antes no lo sabía, pero la mirada del escritor se va formando en esas idas y venidas desde cada mar, desde cada playa, y ese vaivén es lo que le va construyendo, lo que le va dando nombre a las cosas de uno. Esa mirada toma así su forma y adquiere su particular medida, su manera de buscar dentro, cada vez más dentro, de enfatizar la magia, de tocar lo que duele, de recoger lo pequeño, lo oculto, lo grave, lo distinto; de ser sin retorno posible, Cuando uno se da cuenta, ha cruzado el espejo, para ya no volver..."

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ESTO ES UNA MIERDA

Marcos no durmió nada esa noche. En la vigilia recordó el día que empezó a trabajar de ayudante en la subcontrata de la recogida de basuras. Al principio no soportaba los malos olores ni pensar que alguien pudiera reconocerle en plena faena, pero ya habían quedado muy lejos aquellos remilgos. Sus problemas habían cambiado mucho, tanto que con frecuencia espantaban sus sueños.

“Después de tantos años transportando la basura de medio Carabanchel, no sé para qué quieren hacerme ahora conductor de tercera; la vida habrá subido un cinco y el sueldo se me quedará en un tres. Así llevo seis ascensos ¡No te jode!”, se preguntaba Marcos a las cuatro de la mañana, cuando sonó el despertador. “Todos los días igual. Es lo único que funciona en esta casa “, se dijo, barruntando un mal día, de esos que no se olvidan. Se lo anunciaba el dolor de estómago. Quizá todo podía mejorar cuando se viera en la cabina de su camión, escuchando el traqueteo de los contenedores y viendo lo limpias que quedaban las calles.

Antes de salir fue a la habitación de las chicas. Mientras las besaba pensó en los patines y en la Nancy que nunca tuvieron, y en los viajes de fin de curso, que tampoco consintió por falta de posibles. Recordó las malas noches que le dieron cuando echaron los dientes y lamentó no haberse enterado de nada cuando echaron todo lo demás. Marcos andaba siempre trapicheando por ahí, en busca de trabajillos extras que absorbieran la subida de la hipoteca, la comunidad, el teléfono... Nunca era suficiente. Encima, desde hacía poco, tenían en casa a la vieja, a su suegra, que andaba pachucha, la mujer. “La están arreglando los papeles, a ver si cobra algo”, decía la esposa, como pidiendo paciencia. La Engracia había trabajado como asistenta por horas y cuidando niños o ancianos, pero desde que llegó su madre, nada; con atenderla ya hacía bastante.

Marcos miró por la ventana de la cocina. Las farolas tiritaban de frío. Se abrigó y bajó al portal. No había nadie en la calle.

Mientras esperaba al minibús de la empresa pensaba en su regreso a casa, a eso del mediodía. La suegra estaría sentada en el sillón de orejas acolchado, que a él tanto le gustaba, y arropada con su bata de paño, la que le compró la Engracia al poco de casarse, cuando le operaron de la hernia. “¿Por qué no pones la casa más caliente? Aquí no hay lumbre de leña. Con dar al botón ya está”, le diría la vieja como tantas veces. “Claro, ya está... Y a pagar ¡No te jode!”, se respondió Marcos, fumándose el tercer cigarrillo. Luego tiró la colilla y la pisó con saña.

Cubierto con la capucha del anorak, se avinagró recordando el interrogatorio al que le había sometido la Engracia el día anterior.

—¿Qué tal? —preguntó ella cuando llegó Marcos del trabajo a la hora de siempre.

—Nada –contestó él sin ningún entusiasmo.

—¿No me estarás ocultando algún ingreso?

—Pero ¿crees que la gente va tirando billetes a la basura? ¡No te jode!

—¿Tampoco te ha salido nada en estos días? –volvió a preguntar la esposa, sospechando que Marcos podía apartar algo para sus vicios.

—Pues no. Nada –contestó él, incómodo.

—No habrás vuelto otra vez... —dijo ella, levantando el índice acusador.

—Que no. Ni un cartón, ni una partida. No sé cómo, voy siempre justo de dinero —respondió Marcos, ya harto, sacándose los forros de los bolsillos.

Marcos, ignorando a la Engracia, dio media vuelta y se fue a la cocina.

—Esta nevera cada vez tiene menos —protestó, voceando—. “He visto entre las basuras cosas mejores”, pensó.

—¿Qué quieres que tenga? Después de pagar los gastos y comprar tu tabaco, sólo queda para eso —replicó la mujer.

Seguía Marcos con los dolores de estómago, presagio de un mal repente; siempre aparecían cuando ella le atosigaba de aquella manera. Esa mañana estaba como si se hubiese tragado un ladrillo. No mejoraba. “Si estos cabrones me dieran horas extraordinarias o me dejaran doblar algún turno, las cosas cambiarían”, pensaba.

En esas andaba cuando llegó el coche del personal. Poco después entraban en las cocheras, subió con el ayudante al camión y, tras los saludos imprescindibles, puso los motores en marcha para empezar la ruta.

El trabajo avanzaba y el cansancio, también. Mientras daba vueltas por las calles del distrito, Marcos intentaba recordar algo agradable: la última vez que fue al cine con la Engracia, una celebración rumbosa con la familia, alguna gratificación de la empresa... Nada; no vio nada de eso en su memoria.

Dos horas después, amaneciendo, ya había algunos bares abiertos. Mientras el compañero se acercaba con el termo a la Glorieta del Ejército para comprar el café de los desayunos, Marcos siguió por Vía Carpetana hasta la Calle Petirrojo. Paró en el chaflán del número dos, justo detrás del Hospital Militar. Allí recibió, por la emisora interna, un comunicado de la central. Pensó que podía tratarse de una gratificación y que eso le alegraría la mañana. No fue así: “Atención a todas las unidades: el día festivo del próximo puente no habrá servicio. Día libre para todos. En la próxima nómina se descontará el sesenta por ciento del salario correspondiente a un día de trabajo. Nada más. Que lo disfrutéis. Buenos días”. Marcos saltó del camión acordándose de santos y dioses. “Esto es una mierda. El sesenta por ciento. ¡No te jode! ¡No te jode!”, repetía dando puñetazos en el basculante.

Poco después llegó el compañero. Se quedó pasmado al ver cómo Marcos, con cara complacida, con su caja de cerillas en una mano y un cigarrillo en la otra, contemplaba la basura que habían recogido: ardía amontonada sobre el asfalto, bajo el chasis del camión, que ya empezaba también a oler y chisporrotear.

Alejandro Pérez García - Página 378

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GREGUERÍAS

· Los médicos y los veterinarios son los oponentes de las leyes naturales.

· El escritor elige siempre una mentira para contar una verdad.

· Soy un desdichado: tan ocupados y deseosos como estaban, se olvidaron de pedirme
permiso para nacer. Ahora me abandonan a la hora de morir.

· Un paso hacia el frente es un paso para atrás, igual que un año mas es un año menos.

· El asfalto es el maquillaje de la ciudad; tapa las manchas, las arrugas y las ratas.

· Los curas siempre dicen lo que hay que hacer, pero nunca dicen lo que hacen.

· El infierno es una casa vacía, porque dios perdona a todos los posibles inquilinos.

· Los políticos que no cobran, no quieren que sepamos lo que ganan.

· Para nada que ocupa el saber, hay que ver lo caro que nos cuesta.

· El rico no da nada, si acaso el saco vacío, para recuperarlo lleno.

POESÍA

HAIKUS – DESDE LA SOMBRA

Si llega el médico,
se alegra el boticario,
alguien hay malo.

Moras maduras,
los pájaros contentos,
ropa manchada.

No suena el río,
la sequía es segura
huertas desiertas.

Los grifos secos,
las viñas generosas,
los vinos buenos.

Sol mañanero,
caricia para el viejo,
fugaz sonrisa.

No sale el sol:
los paseos desiertos,
las tascas llenas.

Huele a castañas,
con fríos y bufandas,
todos al cine.

Cumbres borradas
y caminos inciertos,
caza furtiva.

Almiar seco,
zagala y chal plisado
ya es otoño.

viernes, 30 de mayo de 2008

¿POR QUÉ EN LA RED?

Los primeros relatos se contaron a la sombra de los juncales y a la luz de la luna, en fraguas y en molinos, en círculos de postín y en garitos de truhanes. El conflicto era más importante que el autor, pues la trama, grabada en la memoria, cobraba en cada exposición matices y significados diferentes. Luego, con la imprenta, las historietas quedaron escritas para siempre, sin que el mensaje sufriera transgresiones. Con aquellos inventos tan modernos, hoy lejanos, bastaba sacar el papel y leerlo en cualquier foro. Así de fácil. Así de cómodo y sencillo. Como lo hacemos ahora.

Bueno, no. Eso era ayer. Ahora ya estamos en la red internauta. Es lo que impone la sociedad moderna, que nunca desaprovecha las nuevas tecnologías. Sumidos en la velocidad del progreso, nos preguntamos ¿por qué en la red? ¿Es que vamos a renunciar al libro dedicado, a su olor a tinta y al rastro imborrable del autor? ¿Cómo enchufará el portátil, quien lo tenga, a la sombra de la encina, en la playa, en la montaña o en la orilla del río? No. Los libros de siempre seguirán, pero serán un sucedáneo de los nuevos inventos.

Cuesta creerlo. Sin embargo, tenemos que convencernos de que las primicias estarán en la red, porque internet es ya el medio que ofrece mas recursos al escritor que quiera conquistar el planeta de las letras. A bordo de todos los “navegadores” llegaremos a las culturas más remotas. Alguien dirá que es un paso difícil. ¡Claro! Muchos pensábamos igual hasta hace unas semanas. Pero, probadas las posibilidades de mantener un espacio literario propio, todo nos resulta más cercano. Los escritores de “La Asociación Marqués de Bradomín” estaremos muy pronto en la red (“ESCRITORES EN RED”), gratis y gracias al curso, imprescindible, que nos capacitará para diseñar nuestra página Web. El que no esté tendrá dificultades para ser.

Nosotros estaremos y veremos a nuestros personajes convivir con los iconos de las barras de tareas, o cómo, sin ser descritos, se muestran con sus peculiaridades y vida propia, capaces de hacernos un guiño de complicidad cuando estén en plena acción. Todo con el color y el sello apetecido.

Pero no renunciaremos al papel impreso, como antes decía. La muestra es el “TRATADO DE LA BELLEZA MORIBUNDA”, obra de Santiago Solano, un ejemplo en la singladura cibernética -primero y por encima de todo-, que bajará del “sitio”, de las alturas, para llenar las librerías, después de una sonada presentación en los mejores escenarios.

No será fácil esto de publicar en internet, lo sabemos, pero estamos dispuestos a seguir el ejemplo de nuestro mentor, don Ramón María del Valle-Inclán. ¿Qué habría sido de El Marqués de Bradomín, o de Tirano Banderas, si él no hubiese roto los moldes de su época?


alejandroperez@erabradomin.org

LA OBRA DEL MUNDO

Luisete, después de un viaje tan largo, llegó roto a casa. Conectó el televisor, se tiró sin ningún cuidado sobre el sofá y se arropó con un lienzo malva, sembrado de flores amarillas y blancas. Cayó rendido, como cuando era niño y su madre le bañaba después de una llantina, enrabietado porque no quería salir de paseo o no le dejaban jugar todo el día con la videoconsola.
***

Desde pequeño creyó que el mundo era sólo lo que él veía: su casa, el ascensor, la vecina pija de todos los días, el colegio, las chuches, el olor a guiso que subía por el patio, la PlayStation, internet, el móvil, la maldita bola rodando en el piso de arriba, la música a todo volumen escapándose por alguna ventana y las regañinas de sus padres. Nada más. Siempre lo mismo. Bueno, en el verano el mundo se le hacía un poco más grande; llegaba hasta el pueblo de sus abuelos: el caserón en ruinas de los tíos, las eras, las huertas, los animales y el tío Kiko, un señor mayor con boina descolorida, pantalón y chaqueta de pana, faja y garrota, que contaba historietas a los niños de los veraneantes. “Los zoquetes del pueblo —decía él— no me hacen ni puñetero caso”.
El viejo, que era como la página borrosa de un libro con capítulos repetidos, relataba que su abuelo estuvo en la Guerra de Cuba, hablaba de cuando no había agua en las casas, del pan que se hacía en los hornos del pueblo, de la caza de los gamusinos, de la capadura de los tomates y de la cría de los grillos, pero no sabía lo que era el messenger ni el google. Para Luisete lo del tío Kiko era un mundo vacío, fantástico, habitado sólo por las ruinas de un planeta demente, donde no cabía el progreso. Con o sin aquellos chascarrillos, carentes de sentido para él, su universo era muy pequeño, pero suficiente. El chico no necesitaba mucho más. Los inventos de la época le abstraían, se relacionaba poco y no salía casi nunca a la calle.
Como nació ya en la abundancia de un ambiente palabrero, pero sin mucho discurso sobre las creencias religiosas, había oído alguna vez, vagamente, que el mundo fue hecho en seis días. Este plazo de ejecución le desconcertaba, sobre todo porque los trabajos de remodelación de su calle habían empezado hacía dos años y nadie sabía cuando iban a terminar.
“¿Cómo pudieron hacer el mundo, incluido todo lo que cuenta el tío Kiko, en tan sólo una semana?”, se preguntaba Luisete, algo atolondrado como siempre. “Aquello debió ser muy latoso. Los pobre obreros, por terminar la faena, no descansaron hasta el séptimo día. Menos mal que era domingo. ¡Pobres! Bueno, por lo menos, les pagarían bien”, concluía el muchacho sus reflexiones.
No salía de su asombro, tampoco nadie hacía nada para disipar sus dudas. Lo peor fue cuando, ya en edad de volar, las vísperas de un cumpleaños, sus padres le animaron a salir, a irse solo a cualquier parte, para que viera que, además de las obras de su calle, había otras zanjas y otras vidas con costumbres diferentes, y otros espacios con atractivos muy distintos a los que él conocía, incomparables con su barrio y con en el pueblo. Después de pensarlo bien, aceptó. Se compró un billete de Auto-Res y se fue.
Efectivamente, pronto descubrió que su pequeño mundo, tan grande como le soñaba, se extendía mucho más, en todas las dimensiones, como nunca podría imaginar. Así, viendo tanto, entendía menos cómo alguien fue capaz de hacer los planos, preparar el material, contratar las cuadrillas, comprar máquinas y herramientas, y conseguir todas las licencias y los informes de los impactos medioambientales, para hacer un mundo tan grande en tan poco tiempo. ¡Seis días!
Contemplando la Catedral de Burgos, las Murallas de Ávila, el Delta del Ebro, La Torre Eiffel, la Pedriza de Madrid y los mimos de la Plaza de Oriente, a Luisete le sobrevino una crisis de confusión. No entendía nada. Sin embargo, no dejaba de cavilar:
“Como no había nada, lo primero que haría el constructor serían los trabajadores. Claro, seguro que los hizo como a él le convino: muchos, con buenas fuerzas, hartos de comer, sin ningún vicio, con todos los oficios aprendidos y con mentalidad de esquiroles. Fue listo aquel hombre que inventó todo. Sobra pensar que no hizo ninguna ley a favor de los derechos del trabajador, ni diría nada del convenio, ni de las gratificaciones por las horas extras o las pagas de beneficios. Nada. Todo eso lo dejaría para que lo hicieran después los de la Ugeté”.
Y seguía con sus desatinos:
“Hay que ver lo mal hecho que está este mundo de mierda”, se repetía. “No me extraña. Las cosas tan grandes no se pueden hacer en tan poco tiempo. En sólo una semana. ¡Qué locura! Así están los castillos, las grandes fortalezas, las empresas, el Tercer Mundo, los políticos, las leyes... Todo, todo, esperando que lo hagan nuevo otra vez; el tío Kiko, con esa cara de melón macado, también. A ver si el próximo acierta y acaba con tanta chapuza”.
***
Luisete, cansado de pensar en la reparación de ese mundo que le tenía tan atropellado, estuvo muchos días aturdido y sin fuerzas para nada. Decidió recluirse en casa y no salir hasta que algún telediario anunciara las obras de reconstrucción.
Todavía no se ha repuesto. Sigue durmiendo en el sofá, envuelto en el lienzo malva con flores amarillas y blancas.
La televisión habla para nadie.

© Alejandro Pérez García
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LEÑA Y PAPEL

Sé que no me lo preguntas por no molestar. Agradezco tu discreción. Eres un amigo de lujo. Me encanta tenerte a mi lado; no sólo para irnos de fiesta, de copas o de cena con las mujeres, también para compartir los malos tragos, como éste que ahora amarga mis silencios. Hay agobios que no pueden confiarse a cualquiera, ni siquiera a la enamorada que nos mira satisfecha en el retrato de la boda. Cómo voy a contar mi problema a Eva. No; éste, no. Podría sentirse celosa, se reiría de mí o me creería un imbécil por preocuparme de algo que no tiene importancia. Para mí sí que la tiene. Sé que tú compartes conmigo esta desolación y entiendes que llore su pérdida. ¡Pobre Granadina! Tan sensible, tan festiva, tan unidos... y que haya acabado así, en un accidente tan tonto, tan doméstico.

Mientras tomas otro jerez y repasas este álbum de fotos, yo te cuento (...) ¡Ah, que no! Que ese ya le tienes muy visto. Bueno, pues toma este otro, es de cuando estábamos en la tuna de la facultad. ¿Recuerdas? ¡Qué tiempos! Las rondas que dedicábamos a las internas de los colegios mayores, los pasacalles por la Ciudad Universitaria, la jarana que organizábamos en los guateques... ¿Cómo no voy a sufrir con estos recuerdos? Siempre iba con ella.

Jamás olvidaré el día que la vi por primera vez. Acababa de salir de su aposento, único, sólo para aquella ocasión. Según yo la iba quitando la vestimenta, única también, ella me regalaba el perfume de sus baños desnudos, de miel y chocolate. ¡Qué presentación! Sus curvas robustas, su tacto suave y su olor profundo me cautivaron para siempre. Ella no sabía nada de mi ignorancia. Yo tampoco sabía mucho de sus gracias, pero me enamoré como lo que era, un muchacho de secundaria con ganas de tocar. Bastó imaginarme un futuro a su lado, siempre entre mis brazos. Aquella ilusión fue creciendo hasta hacerse realidad. Ella iba entrando en mi vida lentamente. Poco a poco fui adiestrando mi torpeza para sacar los mejores placeres de sus adentros. Pero no te creas, no fue nada fácil; muchas veces sufrí el dolor del desaliento, y hasta tuve la tentación de abandonarla para siempre en el rincón de los olvidos.

Sí, ya sé que habría sido una estupidez, pero qué querías... Era la primera. Nuestra relación exigía sacrificios y mucha constancia. Todo cambió cuando aprendí a descubrir sus encantos. Entonces, para no molestar, nos reuníamos cada tarde en un cuarto que teníamos en el desván. Su dulzura era cada vez más atractiva. Yo contaba los latidos en su cuello con mi mano izquierda, acariciadora; mientras con la derecha, sobre su cintura, la hacía vibrar. Mis arrumacos recibían respuesta de inmediato. Ella me obsequiaba con sus besos, coplas con ritmo de amor. Con frecuencia, sus gorjeos nos transportaban a un mundo mágico, donde practicábamos nuestra conversación callada. Los dos, ella sobre mi regazo y yo sentado en la silla de enea, componíamos una figura armoniosa. Así abundábamos en la faena hasta conseguir el placer de la perfección, que llegaba después de exhaustivos ejercicios de orden y medida, de alegría y sentimiento, también de dolor.

Estuvimos así más de treinta años. ¿Te imaginas? Más que con la madre de mis hijos. La Granadina era otra cosa, tú lo sabes bien. Yo con ella y tú con la tuya compartimos muchas noches de luna y brasero: preparando exámenes, celebrando algunos aprobados o borrando los duelos de muchos suspensos. Lo mío con ella fue un desenfreno, lo reconozco. ¿Te acuerdas de aquel año que nos dio por ir a los cumpleaños de todos los amigos y conocidos? Fue el curso de más calabazas, es verdad, pero con mi gitana del Sacromonte fui todo lo feliz que se podía ser en aquellos tiempos. Luego recapacité. Empecé a pensar en el futuro, pero nunca dejé de quererla y disfrutarla. Esto no cambió nada cuando Eva entró en mi vida y yo terminé la carrera, o cuando nos casamos y nacieron los niños. Siempre, en mis penas y en mis alegrías, en mis éxitos y en mis fracasos, estuvo conmigo la Granadina; así la llamaba yo cariñosamente. Eva y los chicos lo sabían y, aunque a veces no ponían buena cara, consentían y aguantaban. La Granadina era mi otro amor, sin condiciones, sin adulterio.

Todo perfecto. Aunque últimamente ya no me dedicaba a ella como cuando era joven, para mí seguía siendo muy especial. Por eso ayer, cuando la vi tirada en el suelo, inservible...

Déjame llorar, anda; luego te burlas de mí, si quieres, pero permíteme...

Cuando la vi en el suelo -te decía- quise morir. Estaba rota, aplastada bajo el aparador, víctima de una mudanza desafortunada, innecesaria. Mi Granadina se había convertido en algo así como la leña de un árbol sin sitio, pero una leña de lujo, mezcla de palosanto, cedro y ébano. Todavía pude ver su cuello enjoyado, su peineta de bailaora, su boca y su garganta de tenor. Su cuerpo y sus seis registros polifónicos, bordones descompuestos, aún querían ofrecerme el adiós de las últimas notas... Allí estaba lo que ya no era, entre las partituras de "Las Cintas de mi Capa", "El Vals de Las Olas", "Soñando" y "Clavelitos", que se movían sin son empujadas por una brisa lastimera. Aún tuve fuerzas para recoger aquellos vestigios de su alma rondadora, de mi alma alegre de toda la vida. Entre tanto estropicio se salvaron sus señas de identidad, una etiqueta despegada de algún lugar de sus entrañas, que yo quise colocar sobre los restos irreconocibles, para que quedara constancia de quién fue: "GUITARRAS SACROMONTE -ARTESANÍA DE CALIDAD HECHA EN GRANADA. FRENTE AL GENERALIFE".

(C) Alejandro Pérez García
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AMARILLO, MANTECOSO, SUAVE...

Pepote nació en un pueblo pequeño. Allí vivió contento y feliz con sus padres hasta que terminó el Graduado Escolar. Por entonces, un tío suyo, hermano de su padre, le colocó de vendedor de periódicos en la capital. Estudió el bachiller y consiguió un puesto importante en la administración. Aunque el paso de los años limpia muchas imágenes de la memoria, él conserva todavía buenos recuerdos de su infancia.

Ahora que va camino de los sesenta, recuerda más que nunca los baños en las charcas de la garganta, la fragancia de la albahaca, la melosidad de las brevas, los tomates pintones y las judías frescas de las huertas, el viento empujando las copas de los árboles, las zarzamoras, el escozor de las ortigas... Pero lo que tiene más presente en su recuerdo es la leche en polvo –por asquerosa— y el queso amarillo —por exquisito— que daban a los muchachos en la escuela de su pueblo. Pasando el tiempo supo que aquellos alimentos obedecían a un problema de escasez, donde el estado metía la cuchara con ánimos de remediar.

Desde hace algún tiempo, Pepote viene notando que su cabeza no le funciona con la lucidez de siempre. Aunque hace vida normal, come poco y anda desvelado. Cuenta con frecuencia que la leche en polvo nunca le gustó. No podía con ella, llena de grumos, con sabor a harina. Cuando veía las perolas se acordaba de Lucerita, una vaca lechera de cuya ubre no podía salir tanto. Luego, involuntariamente, le venía a la cabeza la maestra de las chicas, muy mayor, fondona, con un busto grande, caído, flácido. ¡Que no! ¡Aquella leche, ni catarla! ¡De ninguna manera! Sin embargo, el queso le encantaba. Siempre lo tuvo en su mente, como si acabara de comerlo: amarillo, mantecoso, de sabor suave pero intenso, compacto pero blando... ¡Riquísimo! Por más que lo intentó, desde que salió de la escuela, no volvió a probarlo.

Buscó en mil sitios, pero sin ningún éxito. En cualquier población donde sospechara que podía haber, siempre preguntaba. Si veía una tiendecita de barrio, una mantequería, o un hipermercado, allí entraba: “Oiga, ¿no tendrán por casualidad ese queso que había antes, amarillo, mantecoso?” La respuesta siempre era la misma: “No, lo siento. Tenemos toda la clase de quesos, pero de esos, no. Es muy difícil conseguirlos en España –añadían—, aquí no se fabrican y ya no los importan”. Lo más que le decían algunos entendidos era que ese lácteo, con características así, elaborado con leche de oveja coloreada con sustancias muy especiales, estaba catalogado como americano.

Pepote, con tanto preguntar, acabó haciéndose un experto en quesos. Su nieto decía que aquella obsesión le estaba trastornando. Encontrarlos fue una batalla perdida, es cierto, pero no se rindió ante el recuerdo de aquel exquisito producto. Era como una pieza inseparable de su panorama infantil, ya desaparecido, pero que él acariciaba todos los días. Harto de explicaciones y de navegar por las pantallas publicitarias de multitud de proveedores, decidió darse satisfacción con sus propios medios. Si aquel requesón ambarino era de oveja, buscaría ovinos, donde fuese, para conseguir su objetivo: hacer quesos amarillos, mantecosos, suaves al paladar, intensos...

Aprovechando una baja por enfermedad, se fue a las dehesas de la montaña. Recorrió prados y collados para tratar con mayorales y pastores. Después de cotejar costos y condiciones, pero sin confiar a nadie sus propósitos, compró una manada de corderos. Aplaudiéndose, alquiló para sus huéspedes una nave en un polígono industrial de la ciudad.

Allí está ahora, alimentando a sus animales. Mantiene la esperanza de conseguir leche suficiente para elaborar su queso amarillo de forma artesanal. Para ello, todos los días da a sus corderos zanahorias y boniatos, para almorzar, y botones de margaritas y maíz en grano, para cenar; está intentando que aprendan a comer paella con mucho colorante, y además les ha teñido la lana con un mejunje exótico: agua oxigenada con extractos de ramas de azafrán.
(c) Alejandro Pérez García
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