domingo, 17 de agosto de 2008

ANTOLOGÍA II


"EL LIBRO Y SU AUTOR: CUENTOS"
Es una selección promovida por Creaciones Literarias, de Betty Goldman y Enrique Epelbon, y editada por Ediciones Lulu, de Londres. Tiene 179 páginas y reune trabajos de 60 autores de varios paises de habla hispama.
Dice en su prólogo:
" El Libro y su autor" es un proyecto mancomunado de escritores en habla castellana de diferentes paises, distintas culturas y experiencias de vida que, a través de la palabra escrita, desean compartir con los lectores universales (...) A pesar de la diferencia de ciertos aspectos de la lengua, todos hablan el mismo idioma, el de la sensibilidad (...)"
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EL MALCASADO

Armando encontró un buen trabajo en la montaña, en una central eléctrica, lejos de la capital. No quería casarse, pero estaba solo y necesitaba una mujer para casi todo. En la verbena de un pueblo cercano conoció a Margarita, nieta de maqui y falangista, de beata y miliciana. Llevaba la falda y la blusa limpias y bien planchadas; además de ser guapa, según ella, hacía buenas patatas revolconas y la encantaba escribir con letra dibujada. Pero algo tendría cuando los del pueblo no la sacaban a bailar. Dijo a Armando de sopetón que, antes de nada, tenía que saber que ella trataba a los forasteros sólo si iban con intención de casarse. Tras varias idas y venidas, el chico descubrió que Margarita calentaba la cama hasta que sudaban las sábanas, cuando el jergón, cansino, perdía la cuenta. Antes del año ya estaban casados y pensando en tener niños.

El trabajo de Armando estaba a veinte kilómetros del pueblo de Margarita. El joven matrimonio vivía en el poblado de la empresa. Los padres de la chica, para no perderla, intentaron que Armando se empleara con ellos de cualquier cosa, y cada vez que iban al pueblo le obsequiaban con el vino de la mejor cosecha, con buen jamón y buenas raciones de lomo y chorizo de las orzas. Aquellas glorias no pudieron con los deseos de refocilarse con Margarita. Vivir solos no era comparable con nada. Nadie alteraría aquellos descubrimientos llenos de placer. Cuando se ponían, no lo dejaban. Pero como algo incomodara a la nueva señora, hasta los gatos podían ladrar.

Margarita echaba mucho de menos a sus padres y a las amigas de siempre. Éstas sabían que era capaz de retorcer el pescuezo a un gallo por cualquier cántico, pero la aguantaban. Cuando la daba el ansión, Armando la llevaba al pueblo, aprovechando algún fin de semana o los días de libranza. No se quedaban mucho tiempo. Habían decidido tener pronto niños, pero allí no echaban la carta con el encargo. “Estos días de descanso y buena comida son los mejores, pero como tú no quieres...” —refunfuñaba Armando—. “¿Qué va a decir mi madre si nos oye?” —protestaba ella—. Poco a poco fueron espaciando las visitas a la casa de los padres.

Lentamente fueron apagándose los fuegos del amor estrenado. “Tú tienes la culpa de que no seamos padres” —reprochaba Margarita, clavando la mirada en los ojos del muchacho—. “De eso nada. Yo no fallo nunca, eres tú la que no cuaja” —acusaba Armando—. Cada vez escribían las cartas más de tarde en tarde. Pronto, las palabras de uno empezaron a molestar al otro. Ella se echó amigas nuevas, con las que salía casi todos los días, de compras, al bingo... Él también se iba con los amigotes a la ciudad; no dejaba las copas, ni salía de los garitos de alterne. Cuando marido y mujer coincidían en casa, por la noche, los insultos y reproches se mezclaban con ruidos de cacharros que chocaban y se hacían añicos.

En una de esas batallas, a Margarita se le escapó la maza del almirez, una cuarta de bronce tallado; bien dirigida, fue a parar a la entrepierna de Armando. La hinchazón obligó a la chica a llamar al médico. El perjudicado tenía la cara roja, las venas del cuello y de la frente a reventar, y hacía grandes esfuerzos para luchar contra el dolor. Fue Margarita quien explicó que, últimamente, su marido andaba mucho por los establecimientos de mujeres malas. El doctor recetó un jarabe. Ella fue corriendo a la botica, lo preparó convenientemente y se lo dio al enfermo. Armando vio que la etiqueta era como la de otro potingue que tomó en la mili, pero este sabía mucho mejor; tanto, que tragaba sin rechistar todas las cucharadas que le daba la esposa. Pero no mejoraba, al contrario. Dos días después amaneció frío, no respiraba y tenía cara de pavesa. El médico certificó muerte por algo venéreo, o malformación en el paquete seminal, más o menos. “Con aquella letruja tampoco se supo muy bien” —dijo Margarita, después de un tiempo.

Alejandro Pérez García - Página 133
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ANTOLOGÍA I


"ARENA EN LOS ZAPATOS"

Es una publicación de la Escuela de Esceritores editada en 2007. Participan en ella más de 200 autores de habla hispana, que configuran un libro de 509 páginas.

Un fragmento del Prólogo, de Ángeles Lorenzo Vime dice: "Yo antes no lo sabía, pero la mirada del escritor se va formando en esas idas y venidas desde cada mar, desde cada playa, y ese vaivén es lo que le va construyendo, lo que le va dando nombre a las cosas de uno. Esa mirada toma así su forma y adquiere su particular medida, su manera de buscar dentro, cada vez más dentro, de enfatizar la magia, de tocar lo que duele, de recoger lo pequeño, lo oculto, lo grave, lo distinto; de ser sin retorno posible, Cuando uno se da cuenta, ha cruzado el espejo, para ya no volver..."

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ESTO ES UNA MIERDA

Marcos no durmió nada esa noche. En la vigilia recordó el día que empezó a trabajar de ayudante en la subcontrata de la recogida de basuras. Al principio no soportaba los malos olores ni pensar que alguien pudiera reconocerle en plena faena, pero ya habían quedado muy lejos aquellos remilgos. Sus problemas habían cambiado mucho, tanto que con frecuencia espantaban sus sueños.

“Después de tantos años transportando la basura de medio Carabanchel, no sé para qué quieren hacerme ahora conductor de tercera; la vida habrá subido un cinco y el sueldo se me quedará en un tres. Así llevo seis ascensos ¡No te jode!”, se preguntaba Marcos a las cuatro de la mañana, cuando sonó el despertador. “Todos los días igual. Es lo único que funciona en esta casa “, se dijo, barruntando un mal día, de esos que no se olvidan. Se lo anunciaba el dolor de estómago. Quizá todo podía mejorar cuando se viera en la cabina de su camión, escuchando el traqueteo de los contenedores y viendo lo limpias que quedaban las calles.

Antes de salir fue a la habitación de las chicas. Mientras las besaba pensó en los patines y en la Nancy que nunca tuvieron, y en los viajes de fin de curso, que tampoco consintió por falta de posibles. Recordó las malas noches que le dieron cuando echaron los dientes y lamentó no haberse enterado de nada cuando echaron todo lo demás. Marcos andaba siempre trapicheando por ahí, en busca de trabajillos extras que absorbieran la subida de la hipoteca, la comunidad, el teléfono... Nunca era suficiente. Encima, desde hacía poco, tenían en casa a la vieja, a su suegra, que andaba pachucha, la mujer. “La están arreglando los papeles, a ver si cobra algo”, decía la esposa, como pidiendo paciencia. La Engracia había trabajado como asistenta por horas y cuidando niños o ancianos, pero desde que llegó su madre, nada; con atenderla ya hacía bastante.

Marcos miró por la ventana de la cocina. Las farolas tiritaban de frío. Se abrigó y bajó al portal. No había nadie en la calle.

Mientras esperaba al minibús de la empresa pensaba en su regreso a casa, a eso del mediodía. La suegra estaría sentada en el sillón de orejas acolchado, que a él tanto le gustaba, y arropada con su bata de paño, la que le compró la Engracia al poco de casarse, cuando le operaron de la hernia. “¿Por qué no pones la casa más caliente? Aquí no hay lumbre de leña. Con dar al botón ya está”, le diría la vieja como tantas veces. “Claro, ya está... Y a pagar ¡No te jode!”, se respondió Marcos, fumándose el tercer cigarrillo. Luego tiró la colilla y la pisó con saña.

Cubierto con la capucha del anorak, se avinagró recordando el interrogatorio al que le había sometido la Engracia el día anterior.

—¿Qué tal? —preguntó ella cuando llegó Marcos del trabajo a la hora de siempre.

—Nada –contestó él sin ningún entusiasmo.

—¿No me estarás ocultando algún ingreso?

—Pero ¿crees que la gente va tirando billetes a la basura? ¡No te jode!

—¿Tampoco te ha salido nada en estos días? –volvió a preguntar la esposa, sospechando que Marcos podía apartar algo para sus vicios.

—Pues no. Nada –contestó él, incómodo.

—No habrás vuelto otra vez... —dijo ella, levantando el índice acusador.

—Que no. Ni un cartón, ni una partida. No sé cómo, voy siempre justo de dinero —respondió Marcos, ya harto, sacándose los forros de los bolsillos.

Marcos, ignorando a la Engracia, dio media vuelta y se fue a la cocina.

—Esta nevera cada vez tiene menos —protestó, voceando—. “He visto entre las basuras cosas mejores”, pensó.

—¿Qué quieres que tenga? Después de pagar los gastos y comprar tu tabaco, sólo queda para eso —replicó la mujer.

Seguía Marcos con los dolores de estómago, presagio de un mal repente; siempre aparecían cuando ella le atosigaba de aquella manera. Esa mañana estaba como si se hubiese tragado un ladrillo. No mejoraba. “Si estos cabrones me dieran horas extraordinarias o me dejaran doblar algún turno, las cosas cambiarían”, pensaba.

En esas andaba cuando llegó el coche del personal. Poco después entraban en las cocheras, subió con el ayudante al camión y, tras los saludos imprescindibles, puso los motores en marcha para empezar la ruta.

El trabajo avanzaba y el cansancio, también. Mientras daba vueltas por las calles del distrito, Marcos intentaba recordar algo agradable: la última vez que fue al cine con la Engracia, una celebración rumbosa con la familia, alguna gratificación de la empresa... Nada; no vio nada de eso en su memoria.

Dos horas después, amaneciendo, ya había algunos bares abiertos. Mientras el compañero se acercaba con el termo a la Glorieta del Ejército para comprar el café de los desayunos, Marcos siguió por Vía Carpetana hasta la Calle Petirrojo. Paró en el chaflán del número dos, justo detrás del Hospital Militar. Allí recibió, por la emisora interna, un comunicado de la central. Pensó que podía tratarse de una gratificación y que eso le alegraría la mañana. No fue así: “Atención a todas las unidades: el día festivo del próximo puente no habrá servicio. Día libre para todos. En la próxima nómina se descontará el sesenta por ciento del salario correspondiente a un día de trabajo. Nada más. Que lo disfrutéis. Buenos días”. Marcos saltó del camión acordándose de santos y dioses. “Esto es una mierda. El sesenta por ciento. ¡No te jode! ¡No te jode!”, repetía dando puñetazos en el basculante.

Poco después llegó el compañero. Se quedó pasmado al ver cómo Marcos, con cara complacida, con su caja de cerillas en una mano y un cigarrillo en la otra, contemplaba la basura que habían recogido: ardía amontonada sobre el asfalto, bajo el chasis del camión, que ya empezaba también a oler y chisporrotear.

Alejandro Pérez García - Página 378

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GREGUERÍAS

· Los médicos y los veterinarios son los oponentes de las leyes naturales.

· El escritor elige siempre una mentira para contar una verdad.

· Soy un desdichado: tan ocupados y deseosos como estaban, se olvidaron de pedirme
permiso para nacer. Ahora me abandonan a la hora de morir.

· Un paso hacia el frente es un paso para atrás, igual que un año mas es un año menos.

· El asfalto es el maquillaje de la ciudad; tapa las manchas, las arrugas y las ratas.

· Los curas siempre dicen lo que hay que hacer, pero nunca dicen lo que hacen.

· El infierno es una casa vacía, porque dios perdona a todos los posibles inquilinos.

· Los políticos que no cobran, no quieren que sepamos lo que ganan.

· Para nada que ocupa el saber, hay que ver lo caro que nos cuesta.

· El rico no da nada, si acaso el saco vacío, para recuperarlo lleno.

POESÍA

HAIKUS – DESDE LA SOMBRA

Si llega el médico,
se alegra el boticario,
alguien hay malo.

Moras maduras,
los pájaros contentos,
ropa manchada.

No suena el río,
la sequía es segura
huertas desiertas.

Los grifos secos,
las viñas generosas,
los vinos buenos.

Sol mañanero,
caricia para el viejo,
fugaz sonrisa.

No sale el sol:
los paseos desiertos,
las tascas llenas.

Huele a castañas,
con fríos y bufandas,
todos al cine.

Cumbres borradas
y caminos inciertos,
caza furtiva.

Almiar seco,
zagala y chal plisado
ya es otoño.