martes, 30 de octubre de 2012

DIARIO DE UNA RUBIA

El segurata ve a la azafata y... ¡Allá va!


8 de Marzo de 2002 – Viernes


¡Dios! Qué ganas tengo de decir un taco. Pero no, para qué, no va a servir de nada. Tampoco sé por qué estoy así, tan irritable. No tengo motivos. A no ser que mi estado se deba a la soledad que padezco. Tampoco creo que sea por eso. Otras veces he estado más tiempo en bolsillos guarrísimos y no he sentido esta desazón. Mas bien creo que estoy empezando a sentir algo así como un síndrome; ahora no sabría decir cuál, puede ser el que corresponde a la identificación con los empleados de la sucursal. ¡Hay que ver lo mal que lo pasan estos pobres muchachos!

Hoy, a las 8, ya estaban recluidos en el despacho los jefes: director, interventor y apoderado. Cuando se encierran así, a tan temprana hora, sin dar parte a nadie, malo. Es muy raro que sea para bien.

A las 8,30, como siempre, se ha abierto al público. Han entrado tres: uno no sé quien es, es la primera vez que lo veo; otro es el pescadero de todos los días, le he reconocido enseguida, el olor le delata hasta debajo del agua; y el tercero es un empresario de tres al cuarto que anda con la cuenta muy ajustada (…).

A media mañana –nadie se lo podía imaginar a primera hora- el patio de operaciones está lleno. Las mesas de los comerciales no se enfrían. Se levanta uno y se sienta otro. Todos hacen cola. ¡Qué paciencia! Cada uno rumia su problema y se recrea con él sin preocuparse de la urgencia de los demás. Una señora da vueltas indecisa; un gestor de clientes, haciendo caso a las consignas de la superioridad, le ha preguntado qué podía hacer por ella, y la mujer, bajando mucho la voz, ha respondido que quería sacar dinero pero que no firma porque no sabe. Otra que tal baila. Igual que la de ayer. ¡Qué pena!

Mientras la mañana sigue su curso, el teléfono tampoco para. Muchas llamadas no tienen ningún interés; otras, sí. Un cliente, seco y bastante desagradable, sin saludar ni presentarse, pregunta por el saldo de su cuenta. El empleado le dice que no le conoce, que por teléfono no puede identificarle y que, por el bien suyo y ateniéndose a las instrucciones, no puede complacerle. El cliente comprende, pero sólo a medias. Se cabrea. (…).

Vaya aburrimiento. Todos los días lo mismo. Esto no hay quien lo aguante. A ver si mañana fisgo en otras cosas, porque esta operativa que se produce en las oficinas bancarias es tediosa y da para poco cuento. Aunque, bien mirado, hoy no me puedo quejar; he visto algo que ha despertado en mí emociones que no me son propias. La chica que mandaron el otro día para una campaña de no sé qué, está siempre en el patio de operaciones, con boli y una carpeta verde. Habla con los clientes. Luego unos firman y otros no. Hoy estaba frente a la puerta cuando ha entrado el segurata del transporte del dinero. Se han mirado. Al salir el muchacho parecía que ella le esperaba. Se han vuelto a mirar con mucho descaro. A ella se le ha puesto sonrisa de querer. Él ha salido dando trompicones. Casi se cae. ¡Huyuyuyyyyy!
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jueves, 26 de abril de 2012

DIARIO DE UNA RUBIA

¡Cómo se bebe en este país!

7 de Marzo de 2002 – Jueves

Sigo tan gandula como ayer. Hoy tampoco tengo ganas de nada, ni de escuchar ni de mirar ni de pensar... No sé. Si tuviera un neceser de esos que usan las señoritas de verdad, me pondría rímel en las pestañas, pintalabios en el morro y me echaría colonia para oler bien, como la boticaria, que huele que alimenta; aunque, eso sí, lleva más pintura encima que las tablas de un barco. Ya quisiera yo, pero no tengo nada con qué ponerme guapa y postinera. ¡Qué se le va a hacer!

El patio empieza a animarse. Los empleados están serios. Hablan poco. Será por la reunión de esta mañana. Reunión comercial, dicen. El director los ha apretado bien: tienen que conseguir como sea captar más dinero, más pasivo; hacer hipotecas, dar préstamos, vender acciones y seguros, y no dejar que ningún cliente salga por la puerta sin pagar las comisiones tarifadas. ¡Están arreglados! Rincón dice que él está en la caja y que no puede más, conque no se hagan colas en la ventanilla ya hace bastante. Rincón, Jesús Rincón Igual, natural de Caleruela, un pueblo de Toledo, es un polivalente nato; sirve para todo: para contar billetes, para vender productos y para convencer a cualquiera de las razones de su quehacer. Es majísimo. Lo mismo cose un roto que zurce un descosido. (…). Rincón y Ángel González, otro compañero de calidad exquisita, están en las ventanillas de caja y son mis queridos más próximos. En ellos me miro cada mañana. Sin saberlo, alivian mi desgana y consiguen que me olvide de la desgracia de mi destierro. No me ven; yo a ellos, sí. Me gustaría poder expresarles el aprecio que les tengo.

Estoy viendo a una pareja, ya arrugada. Él es funcionario de tres al cuarto; ella, ama de casa. Están sentados en la mesa de un comercial. Piden más intereses para unos ahorrillos que tienen depositados. El empleado les presenta un documento de solicitud. La señora casi no sabe firmar. ¡Hay que ver, cómo es la gente! Se preocupa más de amontonar dinero que de aprovecharse de él: culturizándose, por ejemplo. (…)

Ahora se acerca un camarero que explota un bar por cuenta propia. Es un cliente de cutio, fiel, de mucha confianza. Un apoderado advierte que está moreno y así se lo dice. El cliente dice que sí, que es cierto, que en verano está negro por el sol y que ahora, en invierno, como se lava menos está renegrido igual que en los meses de calor. Y dice que lo de lavarse menos no es porque sea un guarro, es que ha escuchado en la radio que el exceso de higiene potencia el padecimiento de las alergias, y él no quiere tener de eso. ¡Qué humor! Pero no venía a contar chascarrillos, venía a ingresar la recaudación de ayer y la que ha hecho en la mañana de hoy. Trae unos tres mil euros, aproximadamente, en moneda fraccionaria. Explica que está sin contar, porque es mucho dinero y no ha querido prepararlo en la barra, a la vista de todos. Tres mil euros son muchos euros. ¡Cómo se bebe en este país!
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jueves, 29 de marzo de 2012

DIARIO DE UNA RUBIA

El charlatán me dejó en la cantina para pagar un vino con gaseosa y una tajada de bacalao.

6 de Marzo de 2002 – Miércoles


La semana va que se mata. Y yo estoy matada, matá que dirían por ahí en cualquier sitio. Paso de cotillear. Hoy no tengo ganas de estar pendiente de nada. Además, todos vienen a lo mismo: a meter, a sacar, a pedir o a protestar. ¡Bah...!

Esto es como los mercados que se celebraban antes en los pueblos: todos quieren más. El que vende quiere cobrar más, y el que compra lo quiere más barato.

Me viene ahora a la memoria un pueblo de Castilla. Era mayo, había ferias de ganado. No recuerdo el año. Debía estar yo muy nueva. Cambié de mano muchas veces, ¡muchas! Allí llegué en la faltriquera de un feriante que iba con un puesto de tiro. Llevaba cuatro escopetas que fallaban mucho. Al menos esa fue la apreciación de un mozo viejo del pueblo, que presumía de haber sido el que más dianas hizo en la mili, los dos días que le llevaron al tiro.

Luego, no sé cómo, fui a parar a la bolsa de un charlatán. Estuve poco con él. Menos mal. Era un hombre cansino. No paraba de hablar. Empezaba ofreciendo una manta por cincuenta duros; luego, por el mismo precio, iba añadiendo artículos hasta que alguien cargaba: un peine, una pluma, un sacacorchos... En una de esas se le quedó la lengua seca. Fue la cantina donde, con más calderilla, me entregó al tabernero para pagar un vino con gaseosa y una tajada de bacalao. De aquellos cajones salí como vuelta para caer en el bolsillo cochambroso de un gitano, al que seguía la gitana madre y tres o cuatro churumbeles.

Del bolsillo del gitano caí en el cesto de un puesto de confites y torrados. El hombre compró unas chucherías a los gitanillos y allí me dejó. Al día siguiente, un fotógrafo que deambulaba en moto me hizo suya con el cambio que le dio el confitero tras pagar un cucurucho de almendras. El retratista me soltó en la posada del pueblo, donde paraba habitualmente.

El posadero, cuando terminó la feria, reunió la recaudación de aquellos días y, con todo, compró a un arriero cuatro odres de vino, tres de aceite, dos gavillas de orégano, un saco de pimentón y varios bocoyes de aceitunas negras. El carrero se quedó con la tartana vacía, pero con la bolsa llena. Buscó al corresponsal de la Caja de Ahorros para que se lo ingresara en su cuenta hasta que volviera a La Vera, su comarca de procedencia, donde compraría más mercancía para seguir por las rutas de costumbre vendiendo o trocando, según se terciara.

Desde allí, encerrada en una saca, no sé dónde fui a parar. Di muchas vueltas.
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miércoles, 29 de febrero de 2012

DIARIO DE UNA RUBIA

"El loco yerra pero no miente, tiene la perniciosa manía de decir la verdad, como el borracho"
(Leopoldo Panero Blanc)

5 de Marzo de 2002 - Martes

Sigue lloviendo. Son ya casi las nueve. Apenas ha entrado público a estas horas de la mañana. El mal tiempo retiene al personal en sus casas. Eso no será bueno para el banco, pero viene bien a los empleados. Así pueden relajarse un poco y poner al día algún asunto atrasado. En estas oficinas el personal trabaja muchísimo. La clientela no se da cuenta de ello, pero es verdad. Todos han de acometer trabajos de administración, y todos tienen que atender al público. Tienen instrucciones de que ningún cliente espere, de que tan pronto como entre alguien por la puerta sea recibido, aunque sea con la mirada, por el primero que le vea. Es como pretender a dos yernos con una hija sola. Eso no puede ser. El gran capital nunca se harta, cada vez quiere más a cambio de menos. (…)
         
          La mañana sigue tranquila. Uno de los dos cajeros ha salido a desayunar con un compañero de otro departamento, que ha comprado dos libros, uno de ellos es un poemario de Leopoldo Panero Blanc, el poeta loco, menos loco que muchos lúcidos con archiconocido tino y bagaje. Panero, hace años, fue huésped de excepción en el psiquiátrico de Santa Isabel. Tenía cuenta en esta sucursal, donde recibía, en libras esterlinas, los honorarios que cobraba de una editorial inglesa. No se le ha vuelto a ver. Ahora está internado en una clínica de salud mental (antes eran manicomios) en Canarias, o no sé dónde; en una de esas islas de Dios.

          Aquí todos recuerdan a Leopoldo. Caminaba por las calles como un ser perdido. Paseaba su demencia con la voluntad del que vive en otros mundos. Se reía con facilidad; muchas veces, a destiempo. Sin embargo, en los rincones oscuros de su normalidad sí conservaba la existencia de su banco, al que no dejaba de visitar —varias veces al día— hasta que dejaba tieso el saldo de su cuenta. Casi siempre iba bien acompañado, expresando ese cariño espontáneo que sale sin querer, de forma inconsciente: lo mismo acariciaba el cuello de una botella de güisqui, a la que ofrecía sus labios para aligerarla con tragos largos, deleitosos; o abrazaba la cintura de cualquier meretriz forastera, que fijaba la mirada perdida del poeta en la peligrosidad de unas curvas seductoras. Leopoldo estaba loco, pero sabía lo que quería, conocía bien sus apetencias y no renunciaba a las satisfacciones que le brindaba el mundo de los cuerdos. Después de los años, se le ve con cierta frecuencia en revistas y periódicos, donde críticos especializados analizan su obra como una referencia preferente en la literatura contemporánea. Lo que son las cosas. Esto no hay quién lo entienda. ¿Estaremos todos locos?

          Se me ha ido el santo al cielo, y se acabó el día. Mañana más.

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jueves, 12 de enero de 2012

DIARIO DE UNA RUBIA

Monumento a la Peseta, en Estepona (Málaga)


4 DE MARZO DE 2002 - LUNES

Está lloviendo. Como tengo otras obligaciones, además de oír, ver y contar —también pienso—, antes de la hora de entrada he revisado cuidadosamente los archivos de mis entelequias. Están bien. Vamos, bien... Como tiene que estar alguien con aposento prestado, que no sabe hasta cuándo le va a durar. ¡Ay, madre! ¿Cómo será mi fin y dónde iré a parar?

Con estos previos, no he tenido tiempo de acicalarme. Estoy hecha una guarra. Cualquiera que me vea pasará de mí. Si ya pasaron cuando estaba reluciente, ahora que tengo más mierda que un gallinero y más mellas que la dentadura de un viejo, para qué pensarlo. (…).

El primer cliente entra a las 8,32 exactamente. Se dirige a la mesa de un veterano, donde pone “Atenciones a Clientes”. (…). Éste sólo quiere una tarjeta de crédito. Dice que como casi nunca tiene dinero, y le han dicho que los reintegros que haga con Visa se los carga el banco después del día uno, pues que para esa fecha ya habrá cobrado, podrá devolverlo y quedar bien con todos. Así se irá arreglando, si no va al paro antes. El oficial le ha cogido la solicitud y todos los papeles necesarios, pero seguro que los jefes no autorizan el plástico; eso es sólo para los que tienen.

Aquí viene otro, a caja, directamente. Trae un cheque de 6.010 Euros, que quiere ingresar en su cuenta. Es un chico joven, unos 30 años. El cajero le advierte que la operación le costará un dinerito. Como casi todos, se ha cogido un rebote de mucho cuidado. Que no, que no lo ingresa. Se ha ido refunfuñando con el cheque. ¡Jo! Si que es verdad que los bancos cobran por todo, pero los clientes no quieren pagar por nada. Tampoco es eso, oye. No entienden que los servicios hay que pagarlos; estos hombres tienen que cobrar su nómina, sus extras, sus cosas... Qué borricos se ponen con que no, que no y que no pagan. ¡Hay que ver!

El director ha llegado a media mañana. Trae un traje nuevo y cara de pocos amigos. Se adivina, sin muchos remilgos, que en la reunión de la oficina principal no le ha ido muy bien. A este hombre siempre le pasa igual, ¡pobre! Ha llegado pálido. Menos mal que es buena persona y bien templado. Conocí a uno que, cuando algo le salía mal, daba patadas a las sillas y se ponía hasta rojo. Arremetía contra el primero que se le ponía por delante. Sin embargo, cuando recibía felicitaciones o premios en metálico, se callaba, no daba parte a nadie. Éste no es de esos, le gusta compartir; lo malo se lo traga solo. Y así le pasa, que hay días que tiene una mala cara... Ya le ha dado algún arrechucho, aunque él nunca se mete con los empleados.

Los empleados también aguantan lo suyo. No ganan para tanto.
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