jueves, 27 de octubre de 2011

2 DE MARZO DE 2002 - Sábado

Por aquí anduvo La Rubia, en el bolsillo de un gallego.

Como el día es medio festivo, sólo trabaja en la sucursal la mitad de la plantilla. Se nota que los más jóvenes han pasado la noche del viernes/sábado en proyectos de litrona o en alguna sala de juerga y bienvivir. Su cara los delata. ¡Pobres! Los más talludos tampoco parecen contentos. Más que venir a trabajar habrían preferido —supongo— hacer un corte de manga al despertador y seguir durmiendo, en su casa de la ciudad dormitorio, o en el refugio que se construyeron con el sudor y las lágrimas de las horas que ya no cobran, en aquella parcelita que compraron, cuando el bancario estiraba el cuello entre gorgueras con almidón, anudadas con corbatas de seda, quizá regaladas por algún deudor agradecido, cuando la patronal tenía más miramientos con la clientela.

“Cada vez cobráis más por todo”, protesta el primer cliente de la mañana, que acaba de ordenar una transferencia para pagar un cochecito que ha comprado a su chico, un zoquete que todavía no ha ganado ni para comprarse unas zapatillas. “Que no, que esto no puede ser. ¿Cómo voy a pagar por sacar un dinero que es mío?”. El interventor se lo ha explicado: “Tiene usted que pagar, porque el ordenador no admite la operación si no se cargan gastos”. “Pues si seguís así: pagando tan poco y cobrando estos tantos por miles, algún día me llevaré el dinero”, ha dicho amenazante, haciéndose el rico. (...)

El primer trago de la mañana ya pasó, pero habrá otros.

En la calle hace sol, aunque, a juzgar por el careto de los transeúntes, la brisa viene fresca. Es día de chandal y paseo con los niños. De paso, muchos aprovechan para hacer una visita al banco, aunque sólo sea para ver cómo van las acciones, el plan de pensiones o el fondo de inversión. Son unos perreros, y unos pesados. Y ahora con eso de los euros, para qué hablar. Bastante hacen los empleados, que por cierto, no porque sea sábado, cada vez son menos. (...)

Leo algunos titulares en el periódico de un cliente que espera en la ventanilla. Mecagüendiez, qué mal veo: “Los españoles soportamos más ondas de lo que los expertos consideran saludable”. No me extraña. Todos son unos ruidosos de mil demonios, dentro y fuera de casa. En las viviendas nadie cuida el volumen del televisor, ni del tocadiscos; ni siquiera de la conversación. Hablan altísimo, en cualquier sitio. Recuerdo una vez, que estaba yo en el bolsillo de un gallego que iba haciendo turismo con unos amigos por Nueva York; entraron en un restaurante y, después de un buen rato de mofas y chanzas, se acercó el camarero: “¿Qué van a comer estos españoles?”, preguntó en castellano. “¿Cómo nos has conocido?”, respondieron los turistas sorprendidos. “Porque soy de El Barraco, un pueblo de la provincia de Avila. (...) Se os conoce a la legua por lo alto que habláis. Desde que llegásteis ayer a Manhattan, se ha terminado el silencio en media capital y hasta habéis encabritado al río Hudson”.

Luego se hicieron amigos y el barraqueño les enseñó lo bueno de por allí.

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