domingo, 24 de enero de 2010

ANTOLOGÍA III

Don MIGUEL ORTEGA ISLA es un autor prolífico, tanto en verso como en prosa, con un sello personal que le distingue. Socio fundador y de mecenazgo de ESCRITORES EN RED, ASOCIACIÓN MARQUÉS DE BRADOMIN, donde nos encontramos, ha sido presidente de esta iniciativa durante los dos primeros años de su andadura. Entre las muchas actividades que él ha alentado, voy a citar una de las obras, la última, que coordinó y dirigió personalmente: “ATRAPADOS EN LA RED… de la amistad”. Es el número seis de la colección “Li-Poesia”, publicada dentro del proyecto Literonauta, con casi diez años de vigencia. El libro, que se presentó en Madrid el 26 de Mayo de 2009 en el Centro Cultural de los Ejércitos, recoge trabajos de treinta y nueve autores, muchos de gran prestigio y renombre. Entre ellos, DON MIGUEL tuvo a bien incluirme.

Hoy quiero rendirle mi homenaje y expresarle mi agradecimiento presentando en este espacio, que también es el suyo, mi humilde aportación a ese volumen cuya iniciativa y dirección le pertenecen.
********************************************

TODO POR LA NIÑA

Hacía poco que Oscar y Susana vivían en la Calle de Sagasta. Un cura los sacó del fango y los metió en un centro de desintoxicación. Luego en Cáritas, o no se sabe muy bien en qué ONG, hicieron todo lo demás.

Susana sólo tenía lo puesto, pero se lo quitaba sin recato. Oscar no llevaba calcetines y los zapatos le estaban grandes.

No eran bien vistos en aquella comunidad de tanto lujo. Lo sabían, pero ellos, opinaba Oscar, no tenían culpa de que hubiese ricos solidarios, dispuestos a prestar pisos a parásitos mortecinos como ellos.

—Es un chollo esto de vivir aquí, casa grande, barrio caro..., aunque no nos dejen pasar por la puerta principal y tengamos que entrar y salir por el almacén, entre basuras, carbón, serrín, trastos... —dijo Susana mientras tomaban el sol en la terraza.

—Sí, pero nada es como tiene que ser. ¡Joder! Me voy a cagar en el hijo de la gran puta que me metió en esto.

Oscar se movía constantemente, balanceándose; daba puñetazos a la barandilla y le temblaban las manos.

—Ve lo bueno de las cosas, anda. Estamos juntos. Ahora nos dejan vivir aquí. ¿En qué se parece esto a lo de antes? Di ¿en qué? —reconvino Susana.

—¡Mierda! Los capitalistas no hacen nada gratis. Algo sacarán de esta limosna. ¡Estropajo y jabón para su conciencia! —dijo Oscar, pronunciando en negrita sus palabras.

Con la mirada perdida y dando trompicones, el chico pasó dentro de la casa. Susana oyó cacharros tirados con saña por el suelo de la cocina. Fue a ver.

—Me voy —dijo él.

—¿Adónde?

—No sé. Por ahí.

Susana se preocupó al verle, otra vez, fuera de sí.

—Da una vuelta, pero no tardes. ¿Qué te pasa? Ayer estuviste normal.

—¿Normal? ¡Bah! Nosotros no somos normales. O es que no lo ves —dijo Oscar al salir, dando un portazo.
* * *

Un rato después sonó el timbre de la puerta. Era Iván, alto y bien parecido, dispuesto a empezar su programa de recuperación, igual que Oscar y Susana. No hubo alegría ni emoción en el encuentro. Se presentó con una carta de recomendación en el bolsillo, una niña de dos años en los brazos y los papeles de la “Guarda y Custodia”. No tendrían problemas de espacio, pero el ajuar era escaso. Iván, sin contar con nadie, ocupó la habitación de la pareja.

—Es la única que tiene cama grande y con ropa. Las otras sólo tienen un camastro individual, sin colchón ni sábanas, ni nada. Mi nena no puede pasar frío, se pone muy malita —se justificó el recién llegado ante Susana cuando ésta protestó como una fiera, con lumbre en los ojos y ansias de morder.

—Encima te has quedado con la única chaqueta de mi Oscar, y has acabado con la mortadela y la poca leche que teníamos. No sabes lo que nos costó hacernos con ello en el parking del súper —protestó Susana.

—Bueno mujer, no te pongas así —dijo Iván, meloso, a la vez que pretendía meter la mano, áspera, fría, debajo del suéter de la chica.

—¡Ni lo pienses! —protestó ella, mostrándole un puño amenazante, apretando los dientes, a punto de rechinar.

Aunque era primavera, Susana tan pronto tenía frío como calor; tan pronto veía la casa pintada de blanco como de colores oscuros; lo mismo cruzaba triunfante las puertas del mundo, que se sentía presa entre muros infranqueables. Furiosa, se dejó caer sobre el único taburete que había en el salón.
* * *

—¿Qué te pasa? —preguntó Oscar a su chica cuando volvió de la calle.

—Nada. Un gilipollas nuevo, que ha venido a jodernos la vida. Y no viene solo, trae una mocosa fea y enclenque, casi de teta —soltó Susana.

—Tendremos que ayudarle, compartir... A nosotros también nos ayudan. Le echaremos una mano con la niña; pobrecita, tan pequeña y sin una madre. Nos gustará, ya lo verás.

—Sólo podemos compartir el hambre y el gorila que llevamos dentro. ¿Qué otra cosa podemos dar a ese cabrón?

—Tú me tienes a mí, yo a ti. Él no tiene a nadie. Debemos portarnos bien. Todo sea por la niña. Estoy deseando conocerlos —dijo Oscar, optimista, razonando.

—Ya —admitió Susana, no muy convencida.
* * *

Aquella noche la pareja se acostó en el suelo, al desamor de unos cortinajes y las faldas de una mesa camilla. Durmieron mal. Cuando Oscar despertó, Susana no estaba. La buscó por toda la casa, un mundo vació, colgado por los picos de sus huéspedes. Oyó débiles gemidos. Se asomó con cuidado a la habitación grande. Vio a la niña tumbada sobre la alfombra, al abrigo de un rincón, arropada con la chaqueta. Luego miró sobre la cama. Reconoció el pie femenino desarropado, y los cabellos, y el brazo de ella rodeando el torso desnudo, bocabajo, de Iván. Carraspeó profundo, quizá para tragarse de un golpe la dosis de su vida.

Susana, somnolienta, se volvió y, sentada en la cama, mostrando la desnudez de una juventud protuberante pero flácida, miró a Oscar satisfecha, como si el mundo acabara de inventarse.

—¿Qué Miras? ¿No vas a decir nada? Es otra forma de compartir ¿no? —dijo ella.

Oscar, sin habla, se mordió la lengua con fuerza. Quiso comprobar que estaba vivo y despierto. No podía con el dolor de aquella realidad. Susana insistió.

—Alégrate. Esa niñita necesita una madre. Tú lo dijiste. Todo sea por ella —añadió la chica.

Oscar cogió su chaqueta sin mirar a la niña y se fue.

—Necesito un tiro. ¡Un tiro! Necesito un tiro ya —iba diciendo, escaleras abajo.
--------------------------------------------

Puedes leer más cuentos en:

http://www.sociedaddigital.es/poemas.asp y http://www.sociedaddigital.es/opinion.asp?id_noticia=1920