jueves, 29 de marzo de 2012

DIARIO DE UNA RUBIA

El charlatán me dejó en la cantina para pagar un vino con gaseosa y una tajada de bacalao.

6 de Marzo de 2002 – Miércoles


La semana va que se mata. Y yo estoy matada, matá que dirían por ahí en cualquier sitio. Paso de cotillear. Hoy no tengo ganas de estar pendiente de nada. Además, todos vienen a lo mismo: a meter, a sacar, a pedir o a protestar. ¡Bah...!

Esto es como los mercados que se celebraban antes en los pueblos: todos quieren más. El que vende quiere cobrar más, y el que compra lo quiere más barato.

Me viene ahora a la memoria un pueblo de Castilla. Era mayo, había ferias de ganado. No recuerdo el año. Debía estar yo muy nueva. Cambié de mano muchas veces, ¡muchas! Allí llegué en la faltriquera de un feriante que iba con un puesto de tiro. Llevaba cuatro escopetas que fallaban mucho. Al menos esa fue la apreciación de un mozo viejo del pueblo, que presumía de haber sido el que más dianas hizo en la mili, los dos días que le llevaron al tiro.

Luego, no sé cómo, fui a parar a la bolsa de un charlatán. Estuve poco con él. Menos mal. Era un hombre cansino. No paraba de hablar. Empezaba ofreciendo una manta por cincuenta duros; luego, por el mismo precio, iba añadiendo artículos hasta que alguien cargaba: un peine, una pluma, un sacacorchos... En una de esas se le quedó la lengua seca. Fue la cantina donde, con más calderilla, me entregó al tabernero para pagar un vino con gaseosa y una tajada de bacalao. De aquellos cajones salí como vuelta para caer en el bolsillo cochambroso de un gitano, al que seguía la gitana madre y tres o cuatro churumbeles.

Del bolsillo del gitano caí en el cesto de un puesto de confites y torrados. El hombre compró unas chucherías a los gitanillos y allí me dejó. Al día siguiente, un fotógrafo que deambulaba en moto me hizo suya con el cambio que le dio el confitero tras pagar un cucurucho de almendras. El retratista me soltó en la posada del pueblo, donde paraba habitualmente.

El posadero, cuando terminó la feria, reunió la recaudación de aquellos días y, con todo, compró a un arriero cuatro odres de vino, tres de aceite, dos gavillas de orégano, un saco de pimentón y varios bocoyes de aceitunas negras. El carrero se quedó con la tartana vacía, pero con la bolsa llena. Buscó al corresponsal de la Caja de Ahorros para que se lo ingresara en su cuenta hasta que volviera a La Vera, su comarca de procedencia, donde compraría más mercancía para seguir por las rutas de costumbre vendiendo o trocando, según se terciara.

Desde allí, encerrada en una saca, no sé dónde fui a parar. Di muchas vueltas.
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