"Aquí mando yo y se hace lo que yo diga"
10 de
Marzo de 2002 – Domingo.
Hoy no trabaja nadie. Yo tampoco. No me
apetece. Además, a mi no me pagan, ni por esto ni por nada. Rezaré un poco a
San Carlos el Duro por las rubias mártires, que dieron su vida a favor del €uro
y la erradicación del pasaporte dinerario. Sí. Eso es lo que haré. Y ya está.
11 de
Marzo de 2002 – Lunes.
Hoy puede ser un gran día pero, como he
leído en algún sitio, seguro que alguien lo estropea. No es que yo sea una
agorera, pero suele pasar.
¡Mira por donde!
¡Acaba de entrar! No le nombro porque sería como nombrar al mismísimo diablo.
No quiero darle la oportunidad de decir “yo no soy ese”. Solo pondré nombres y
apellidos a los que se distingan por algo honroso. Todos están en mis pensamientos y,
dependiendo de mi estancia aquí, aparecerán o no en estos comentarios.
El recién llegado
no tiene nombre. Tampoco tengo a mano un adjetivo que le califique como merece.
Fue jefe aquí durante muchos años, pero no dejó amigos. Su trabajo no se
correspondía con el sueldo que cobraba. En horario pagado por el banco hacía trabajos extras en otras
empresas, que cobraba aparte. Sin embargo él no consentía que sus subordinados
tuvieran un pluriempleo en su tiempo libre.
Siempre utilizaba
su mal trato y el esfuerzo de los demás para sacar brillo a sus medallas. Las
horas extras de los empleados eran para él una herramienta de premio y castigo.
Si uno estudiaba o se iba de pesca y no hacía horas, le intimidaba.
—Usted tiene que
estar disponible para el banco, y si hay trabajo tiene que hacer horas.
Por el contrario,
si otro, por su situación económica, necesitaba
las extras, no permitía que las hiciera, o se las daba como favor a
cualquier precio.
Fue torpe, muy
torpe. Sus superiores sabían bien como era, algunos se sentían complacientes
con su comportamiento. Sin embargo, bien conocidas sus tretas, no llegó donde
pretendía. Se quedó a mitad del camino. Nadie le apreciaba; bueno sí, los que
sacaban partido de sus fechorías.
Los empleados le
trataban como se merecía, siempre que era posible. Si se convocaba una huelga,
esta sucursal registraba uno de los
índices más altos de participación, y cuando por cualquier motivo se
organizaba una comida de hermandad o institucional a la que él, por razón de su
cargo, no podía faltar, sus maltratados no asistían.
Es una pena que
haya sujetos así. Por suerte, no hay muchos. En el trabajo son lo que permite
el cargo, pero sin etiqueta no son nadie. Cualquier sonrisa que reciban será
siempre un exceso. Así, pasean la nimiedad de sus valores por los ambigús de la
nada, viendo solo las espaldas de cuantos tuvieron el infortunio de padecer sus
vilezas.
Yo solo soy testigo
de opiniones objetivas. Nada me deben. Aunque deberían dar las gracias por la
elegancia del anonimato y por no dar detalles de cuanto dicen de ellos.
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LEER MÁS: Cuentos y Cosas que pasan
1 comentario:
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